(Al lector: Tómate un tiempito. Soy de fácil palabra y no he podido resumirlo más)
Una parroquiana me entra "a saco"...
-¡Qué “monja” más jovencita!
-Fui jovencita en otro tiempo, como todo el mundo. Ahora peino canas.
-¡Anda ya! ¡Con lo joven que eres! ¡Si andarás por los treinta!
-Treinta y tantos…, sí, señora. Pero mire, ya llevo veinte años en el convento.
-¡Veinte años! Pues habrás entrado siendo una cría.
-Realmente, sí, era casi una cría, aunque ya tenía mis añitos: 17, para más información.
Exclamaciones, perplejidad, expresión sorprendida, boca abierta y pregunta consiguiente:
-¿Y a los 17 años ya sabías lo que querías?
-A los 17, y a los 15, y a los 8…-¡Imposible! ¿Cómo lo ibas a saber a los 8? ¡Serían cosas de niña!
-Sí, pero
casi treinta años después estoy aquí:
donde quería y donde lo pensé cuando era una niña. Bueno, más bien,
donde Él me atrajo insistentemente con lazos de amor a lo largo de toda mi vida.
- ¿Y cómo fue la cosa? Porque, hija, ¡ya me gustaría a mí que me hablara Dios tan claramente!
Me ruborizo. ¿Hablarme Dios a mí…? Me siento aturdida y no quiero dar la impresión de ser una “visionaria” o una “mimada de Dios” (si bien esto último, aunque me pese por mi indignidad, lo sobrellevo por su misericordia). Sin embargo, en verdad
no sé cómo explicar lo que me pasó a los ocho años, y a los quince, si no es diciendo que
Él me susurró su amor al oído y yo no pude resistir a su Voz. O que
su silbo me atrajo, desde el desierto por donde andaba extraviada, a su redil, para siempre.
No sé explicarlo de otro modo, sino tomando palabras e imágenes prestadas a enamorados y enamoradas de Dios.
Santa Teresa, mi santa amiga, habla en sus
Moradas de que el Señor
“no deja de llamar con una voz muy dulce” a quienes ama (2 M 1,2). Y en las Cuartas Moradas habla del
silbo del Pastor:
Él, “como buen pastor, con un silbo tan suave que aun casi ellos mismos no lo entienden, hace que conozcan su voz y que no anden perdidos, sino que se tornen a su morada; y tiene tanta fuerza este silbo del pastor, que desamparan las cosas exteriores en que estaban enajenados, y se meten en el castillo” (4M 3,2). Ese silbo llega a ser “una señal tan cierta que no se puede dudar, y un silbo tan penetrante para que le entienda el alma, que no se puede dejar de oír” (6M 2,3).
El castillo es la propia interioridad, claro. Y su silbo es…
-¿Qué es, niña? ¿No me digas que de verdad has oído la voz de Dios con estos oídos que tenemos tú y yo, porque me parece que “no me lo puedo de creer”?
-Mire, la verdad es que no sé cómo explicarlo. No es sólo una intuición o una corazonada… Es la certeza de una Presencia que te envuelve y te habla al corazón con palabras más reales que las que salen de la garganta. No se oyen con estos oídos, sino con los oídos del alma.
-¡Niña mía, qué bonito! ¡Con los oídos del alma! Muy poético, pero no entiendo nada.
-No me extraña. Entiendo que las cosas que ni se ven, ni se oyen, ni se tocan son difíciles de entender. La misma Santa Teresa se hacía un jaleo para explicarlo. Juzgue usted si no es difícil de entender lo que explica ella:
“Ahora vengamos a lo interior de lo que el alma siente. ¡Dígalo quien lo sabe, que no se puede entender, cuánto más decir!(…) La voluntad debe de estar bien ocupada en amar, mas no entiende cómo ama. El entendimiento, si entiende, no se entiende cómo entiende; al menos no puede comprender nada de lo que entiende. A mí no me parece que entiende porque –como digo- no se entiende. Yo no acabo de entender esto” (Vida 18,14).
¿Estará de acuerdo conmigo, señora, en que si no lo entiende ella, quién lo va a entender?
-Tienes razón. A Santa Teresa no hay quien la entienda, pero intenta explicarte, que me consta que labia no te falta.
-Pues verá, la primera vez que oí “el silbo del pastor” tenía ocho años. Mi abuelo materno estaba a punto de morir, desahuciado por la enfermedad, y yo me puse a orar. Simplemente. A orar con toda la fuerza de mi fe infantil. Y le hice una proposición a Dios. ¿Qué podía yo ofrecerle a cambio de la vida de mi abuelo? Era una niña. No tenía nada valioso. Pero, sí, de mí brotó, como un impulso espontáneo que no provenía de mí sino de un lugar interior desconocido hasta entonces, el deseo de perdonar de corazón todas las ofensas recibidas en mi tierna edad, todas las heridas… (que aseguro no eran pocas para una vida aún tan breve), y el deseo de entregarle toda mi persona, purificada por el perdón: “De lo pasado no hay memoria, Señor... Haz que él viva y yo seré enteramente para ti. Me haré monja.”
Aquella oferta (“me haré monja”) la hice con temor y temblor porque ¿quién era yo para ofrecerme al Dios del cielo, Inmenso y Fascinante? Pero la hice con insólita alegría, porque sentí que era Él quien reclamaba de mí esa posesión. Yo lo deseaba, y era su atracción la que me pegó a Él, como a un imán, desde niña.
-¿Y qué pasó con tu abuelo? ¿No me digas que se curó?
-Ahora tiene noventa y dos años y una salud envidiable. Con decirle que está pensando en ir a la boda de mi sobrina Cecilia que ahora tiene… diez añitos.
-¡Válgame la Macarena! ¡Qué cosas hace Dios!
-Todo hay que decir que, de por medio, no estuvo sólo mi oración. Supongo que muchas otras plegarias impertinentes habrán sacudido los oídos de nuestro Padre Dios y le habrán forzado a dejar por aquí abajo a mi abuelo un tiempito más. También medió cierto episodio de un poco de agua de Lourdes con la que el moribundo agonizante se mojó los labios con apego inquebrantable a la vida y una fe más viva que nunca. La fe cura. Ya lo dice el Evangelio.
-Pero, dime, ¿cómo fue aquel episodio de tu encuentro con Dios? ¿Hubo una luz especial, algún signo, oíste algo? En serio, niña, ¡dime qué pasó!
-¿Por casualidad el periodismo no es su vocación frustrada, señora? ¡Qué curiosidad más exhaustiva! Ya le digo que no resulta fácil explicarlo.
Mire, si Zefirelli hubiera rodado aquel episodio con una cámara, hubiera captado a una niña dando vueltas y más vueltas en el patio de una casa vieja. Hubiera captado que aquella niña tenía los ojos abiertos, pero la mirada vertida hacia dentro, lavada en lágrimas. Y se habría percatado de que ella no dejaba de susurrar algo con denodado empeño. Nada más. Algo irrelevante. Sin voces, luces o truenos espectaculares como en las grandes teofanías bíblicas...
Pero eso no es lo real. Esa es la cáscara de lo real. Lo que sucedió en realidad es que la nube de una Presencia densa envolvía a aquella niña y la penetraba profundamente. Lo real es que ella sabía que estaba ante el Dador de la vida. Lo real fue que ella se comprometió con Él para siempre, y Él con ella, porque El así lo quiso.
El caso es que, después de aquello, pasaron los años y me alejé de Dios. Lo hice conscientemente, con rebeldía y con resistencia. Él seguía atrayéndome a sí “con cuerdas de amor”. Pero, cuanto más Él me llamaba, más me alejaba de Él (Os 11,2.4). El caso es que seguía deseando lo que un día prometí, aquella entrega que era una cosa de dos, una promesa de dos, una alianza de dos. Pero me sentía absolutamente indigna y quería que Dios me dejara en paz.
Fueron años de lucha hasta la extenuación, en los que “no era la que había de ser" (…). Años en los que "deseaba vivir –que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte –y no había quien me diese vida, y no la podía yo tomar; y Quien me la podía dar, tenía razón de no socorrerme, pues tantas veces me había tornado a Sí, y yo, dejádole” (Vida 8,12).
No se me ocurre otro modo mejor de describir aquella batalla ni mis sentimientos que estas palabras de Santa Teresa, o las de Jeremías: “Reconoce y ve cuán malo y amargo te resulta dejar al Señor, tu Dios” (2,19). Porque yo estaba hecha para Él. Y lo deseaba, pero me alejaba de "mi manantial de aguas vivas para beber de cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua” (Jr 2,13).
-Niña mía, ¡qué bonito y qué dramático! Sigue contando: ¿cómo fue que te bajaste del burro de tu cabezonería?
-Fue en el verano de mis quince años. No recuerdo el día. Debía haberlo grabado a fuego en mi memoria como el primer día realmente feliz de mi vida. Estando yo en mi habitación en plena lucha con EL QUE TANTO ME ESPERÓ (Vida, Prólogo 2), caí vencida y le juré amor eterno y le supliqué su ayuda para vivir la vida a la que me arrastraba: “¡Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras…! (1) Sí. Sí. Aquí me tienes. Tuya soy, para Ti nací. ¿Qué mandas hacer de mí?”. Eso fue, en sustancia, lo que le dije, ante la seducción consumada del que tanto me esperó, incluso “muchos días y años” (2M 3).
Dios es así. De ideas fijas. Sin mudanza. Y cuando alguien tiene la certeza de ser tocado por su elección, más le vale responder, porque no hay felicidad para él o ella fuera de ese destino soñado por Dios. Cuando Dios llama, no hay ningún sitio donde te puedas esconder, ningún lugar adonde puedas huir, ninguna tarea o proyecto tras el que te puedas refugiar, ninguna excusa para hacerle desistir de su elección obstinada. Que lo digan, si no, Jonás, Moisés, Gedeón, Jeremías y la colección de elegidos inapropiados y escurridizos que quisieron zafarse de la llamada y la misión de nuestro Señor. Y es que, a los que pretenden “librarse”, “su Majestad anda mirando y remirando por dónde los puede tornar a Sí” (Vida 2,9). ¡Palabra!
-¿Y después del sí, qué? ¿Cómo se lo tomaron tus padres?
-A ellos se lo dije inmediatamente. No tenía sentido esperar. Todo estaba decidido ya. Mi madre lloró cuando vio que iba en serio. Mi padre se resignó y se consoló a sí mismo con un razonamiento práctico fuera de toda discusión: “Mejor monja que con un sinvergüenza” (Bueno, "sinvergüenza" no dijo; dijo algo mucho más rotundo que no conviene al decoro de este blog... En fin, ¡padres...!)
-Bueno, tal y como está la vida, tu padre tenía toda la razón...
-No se lo discuto, aunque no me parece el argumento más adecuado para decidir seguir a Jesús... La vida y todo cuanto ofrece me parece hermoso...
-¿Ah, no? ¡Vaya, me dejas perpleja! ¿Y cómo te las arreglas para prescindir de algo que te parece tan bueno, niña?
-¡PORQUE ESTOY ENAMORADA! Porque Otro llena mi universo por entero. Porque quiero ser fiel a mi primer v más grande Amor, y eso me basta. ¡Y no siga preguntando porque nos pueden dar las uvas! A lo que íbamos:
El consentimiento de mis quince años obró el milagro de una
transformación indescriptible, portentosa en mi vida, porque
para Dios nada hay imposible (Lc 1,37). Me encontré a mí misma, mi lugar en su maravilloso universo, el sentido de mi vida, la tarea de mi futuro, el Amor verdadero y el despliegue de mi ser de un modo irreprimible.
Sin miedo a la infelicidad, porque Dios es mi Amor que me ama más de lo que yo me puedo amar ni entiendo (Exclamaciones, 17).
Sin miedo a la inconstancia, porque Él es la Roca firme que sostiene mi perseverancia y mi fidelidad.
Sin miedo al futuro, porque Él y su Reino son mi futuro.
Sin miedo a la soledad, porque Él abre mis puertas y ventanas y llena mi corazón de nombres…
Sin miedo a lo que sobrevenga, porque Él me da una vida hermosa en todo tiempo: en las luces y en las sombras. Él es mi vida hermosa.
Sin miedo al dolor y a la muerte, porque la Luz de la Pascua ilumina todos los rincones oscuros de la historia.
Tras todo esto y una vez decidido mi destino, una hermana pía discípula aventurera y llena de celo por Jesús y su Evangelio acertó a pasar por mi pueblo,
sin casualidad, por pura Providencia divina. Nos conocimos, fui a Madrid, hubo
feeling entre las hermanas y yo e ingresé dos años después. Por mí hubiera entrado ya mismo, pero
la obediencia comenzó a funcionar entonces y hube de terminar COU y selectividad. La verdad es que no sé cómo, porque con mi cuerpo estaba en mi pueblo, pero con mi mente y corazón estaba ya en mi nueva vida.
Y ahora, cada año que pasa, cada década, me confirmo más en la certeza de que ésta es la vida hecha para mí y de que yo estoy hecha para esta vida.
Éste es mi sitio en el corazón del mundo, de la Iglesia y de la Familia Paulina. Dios me conduce como un
“águila caudalosa, cogida bajo sus alas” (Vida 20, 3). Siento que mi vida es hermosa. Me siento misionera en medio de los hombres desde el carisma de discípula del único Maestro,
tomada de la mano por un montón de hermanas con las que comparto tarea y vida.
El Evangelio es el tesoro por el que vendo todos los días campos deseables. Para mi libertad,
mi Adonai me da alas con las que sobrevuelo mundos inexplorados portando
una leve voz de la Única Palabra que salva.
La llamada no es para mí. Es para que otros sepan que el mundo está traspasado por el Absoluto, penetrado por Dios, el divino Amador (2), y que nuestra identidad y sentido más profundos es que somos hijos infinitamente amados por Dios.
Termino con una frase de Santa Teresa que llevo grabada a fuego y que, además, como todo lo que ella dice, es la pura verdad. Abra bien los oídos, señora mía, que también va para usted:
“Él no se cansa de dar, ni se pueden agotar sus misericordias.
No nos cansemos nosotros de recibir” (Vida 19, 15).
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(1) San Agustín, Confesiones 1,10, cap. 29
(2) Exclamación 16,2.3; 2 Moradas 1,4
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P.S.: Alguien, tras leer esto, me ha dicho: "¿
Y tu abuelo, qué? Si no lo ven mis ojitos, no sé si me voy a creer que esté como una rosa".
¡Ay,
tomasa, tomasa! Aquí te dejo una imagen, que vale más que mil palabras. Imagínate un esqueleto con piel macilenta pegada a él, los ojos salidos de las órbitas, sin voz (tan sólo alaridos), con tan sólo una llamita de vida vacilante... Pues esos
huesos secos, tal cual los describe
Ezequiel 37, se transformaron, por obra y gracia de la fe, en este abuelito tan felizmente rubicundo. ¡Y que la Virgen nos lo conserve muchos años! Al menos, hasta la boda de Cecilia...