Cuenta San Agustín que, en su lucha contra Dios, que le llevaba molestando, asediando, persiguiendo y reclamando mucho tiempo, el episodio definitivo de su conversión tuvo lugar en el huerto de una casa donde estaba hospedado, en compañía de su madre y de su amigo Alipio.
La narración del suceso siempre me conmueve. Se encuentra en las Confesiones, Libro VIII, caps.8 y 12.
En aquel huerto, Agustín, oyendo la voz interior del Amor, se resistía, luchaba, se retorcía, lloraba con copiosas lágrimas... Él sabía la batalla interior que estaba librando, pero su amigo Alipio, allí presente, no salía de su estupor contemplando a Agustín en medio de tantas lágrimas y aspavientos. Hasta que, por fin, Agustín sintió la necesidad de alejarse para llorar a gusto y oyó una voz como de niños que cantaban en la casa vecina y decían insistentemente: Toma y lee, toma y lee.
Entonces Agustín entendió que esa voz estaba hablando con él, corrió al lugar donde se había dejando las cartas de San Pablo, y las abrió por este pasaje de la carta a los Romanos:
"Daos cuenta del momento en que vivís;
ya es hora de despertaros del sueño,
porque ahora vuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer.
La noche está avanzada, el día se echa encima:
dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz.
Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad.
Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno,
nada de riñas ni pendencias.
Vestíos del Señor Jesús
y no os preocupéis de la carne
para dar satisfacción a sus concupiscencias".
Es precisamente la segunda lectura de este domingo.
Comenzamos a recorrer el Adviento y el nuevo año litúrgico como peregrinos que andan su camino, con gozo y fatiga, buscando una meta.
La Palabra del primer domingo invita a vivir con consciencia lo que estamos viviendo, a elegir lo que queremos vivir y a aquilatar nuestras elecciones, y a estar atentos y vigilantes a las venidas del Señor a nuestra vida. El Señor viene siempre.
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