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viernes, 13 de septiembre de 2013

Nunca es demasiado tarde para la teshuvah. Meditación sobre el padre misericordioso

Domingo XXIV del T.O. Éxodo 32,7-11.13-14; Lc 15,1-32

1. La Palabra de Dios de este domingo nos cuenta dos historias que nos permiten conocer a Dios y nos ofrencen claves para estrechar nuestra relación con Él y vivir mejor entre nosotros. Vivir desde la acogida incondicional, desde el perdón y desde la fiesta.

El Éxodo nos cuenta una historia hermosa: es la historia de una liberación. Pero es también la historia de una traición, de una infidelidad, de una ingratitud y de una desconfianza vivida en la inconsciencia. Israel ha sido liberado, por Dios y por su mediador, de una opresión odiosa. Y ahora el pueblo danza en torno a un toro de metal, adorándolo. Ese toro de metal evoca la figura de un dios cananeo, Baal, del que Israel dice: "Éste es tu Dios, Israel, que te sacó de Egipto".
La reacción inmediata de Dios, según el narrador, es la ira. Va a exterminar a ese pueblo de cabeza dura y va a mantener un resto en torno a Moisés, su siervo fiel. Pero Moisés le recuerda a Dios que ese pueblo es "su" pueblo. Le pertenece, es suyo. Él tiene un compromiso de amistad con Israel. Tiene un alianza, un juramento, una promesa. Y Dios se acuerda, se arrepiente y perdona. 
Dios se acuerda de lo bueno. Se acuerda de la amistad. Estima que pesa más el amor que todas las equivocaciones. Dios se retracta. Él mismo se corrige, se convierte y perdona.
* ¿Somos como ese pueblo ingrato e insensato que no es capaz de mantener sus fidelidades?
* ¿Somos como Moisés, compasivo y sereno, que intenta mediar y ser fuente de reconciliación?

* ¿Somos como Dios, flexibles, dispuestos a dejar que el corazón se ablande y que pueda más la misericordia que el sentimiento del yo agraviado?

He oído que San Juan Crisóstomo decía que nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos a perdonar.


2. Las parábolas del evangelio hablan de pérdida, de encuentros, de cuidado y de alegría. Hay una oveja que se pierde, una moneda que se pierde y un hijo que se pierde.
La pérdida del hijo solo es capaz de verla alguien desposeído de sí mismo y que ama de verdad. De no existir ese amor inmenso y esta libertad del propio yo, el padre hubiera tomado la marcha del hijo como una ofensa irreparable, un desprecio que no merece el perdón, una ruptura imposible de restañar y una crueldad digna de reprobación y castigo.
El hijo ha reclamado su herencia como si el padre hubiera ya  muerto, y ha abandonado la casa paterna menospreciando, con total ingratitud y cinismo, sus raíces y a la familia que tanto lo amaba.
¿Qué haríamos nosotros si alguien de nuestra familia o de nuestros amigos nos hiriera tanto?
Pero el padre no parece pensar en el agravio sino en la pérdida de su hijo, en el error, en el desvalimiento, en la lejanía del hogar... Su amor es tan grande que no puede ser herido ni ofendido. Su casa está tan llena que nunca cierra las puertas al hijo que vuelve. Es alguien tan vacío de si y tan lleno de amor que no le importa perder la compostura, el honor, corriendo hacia el hijo que vuelve... No le importan las apariencias. Le importan las personas, su sanación y que vuelvan a vivir.
El amor y la acogida incondicional del padre han hecho posible lo imposible y han hecho nuevo lo irreparable.
Si hay algo que enseñan las historias bíblicas y, más aún, el evangelio, es que nunca es demasiado tarde para la teshuvah, nunca es demasiado tarde para volver, para arrepentirse y recomenzar.

* ¿Creo esto para mí, para mi propia vida? ¿Creo que nunca es demasiado tarde?
* ¿Hago, con mi acogida incondicional, que esto sea posible para cualquier persona que se ha perdido?

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NUESTRA VOCACIÓN MÁS GRANDE, LA ÚNICA IMPORTANTE, 
ES LLEGAR A SER COMO DIOS: AMOR INCONDICIONAL.
LLEGAR A EXPERIMENTAR LA UNIÓN CON TODO SER HUMANO
Y CON TODO SER QUE EXISTE.
LLEGAR A SER ACOGIDA, CUIDADO, PRESENCIA QUE SOSTIENE.
LLEGAR A SER COMO EL PADRE DE LA PARÁBOLA.
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Bendigo al Señor de todo corazón.
Bendigo al Señor y no olvido 
el bien que me ha hecho.
Él perdona todas mis culpas
y cura todas mis enfermedades.
Él me busca cuando estoy perdida
y me colma de amor y de ternura.
Él llena de bienes mi existencia,
me renueva y me da fuerzas 
para comenzar de nuevo.

Él es compasivo y misericordioso.
No está siempre acusando
ni guarda rencor perpetuo.
No me trata según mis pecados
ni me paga según mis culpas.
Ni un instante dura su enfado.
Su bondad, toda una vida.

Como un padre siente ternura con sus hijos
así prodiga Él su ternura conmigo.
Porque Él conoce de qué estoy hecha.
Él sabe bien que soy frágil como el barro.

(Salmos 103 y 30, adaptados)
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Lectura recomendada: Henri Nouwen, El regreso del hijo pródigo, PPC 1994 

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