Hace años, durante unos ejercicios espirituales, la orientadora nos invitó a contactar con nuestra vocación más profunda. Y yo escribí: "El Inefable me concude a ser 'qol ladabar', 'una voz de la Palabra'.
Lo soy. Y cada vez que lo soy, cada vez que sus Palabras me queman en los labios y me abrasan las entrañas reclamando ser pronunciadas, me siento transfigurada y convertida en mi mejor yo, en lo más puro y auténtico de mí. O quizá incluso en alguien distinto, más luminoso, casi radiante, más sabio.
Inevitablemente pienso en la experiencia de Jeremías:
"Yo decía: 'No volveré a recordarlo
ni hablaré más en su Nombre'.
Pero había en mi corazón algo así
como un fuego ardiente,
prendido en mis huesos,
y aunque yo trabajaba por ahogarlo,
no podía" (20,9).
Contar la Palabra de Dios es, para mí, una necesidad. Porque son historias y personajes dadores de sentido; estamos enraizados en ellos y generan nuestra identidad creyente. En ellos, nosotros buscamos y somos buscados, creemos, amamos y somos amados, oramos, somos perdonados, y somos agraciados con el don gratuito de la salvación, que es plenitud de vida para todo el que cree.
Necesito contar que no son personajes muertos, de ficción o ajenos a nosotros, sino que somos nosotros mismos haciendo camino; nosotros mismos ante Dios y haciendo camino con Dios.
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