Hoy me ha gustado mucho su post sobre los profetas. Creía que, por el título, el escrito versaría sobre el evangelio de hoy (Jesús rechazado como profeta entre los suyos, en Nazaret). Pero se inspira en la lectura continua de los libros de Samuel (que estamos siguiendo en la Eucaristía diaria), en donde el profeta Natán le da un buen repaso a David por su crimen contra Urías (2 Sam 12).
En los encuentros bíblicos semanales que animo este año en tres parroquias, estamos siguiendo la vida de diversos personajes del Antiguo y del Nuevo Testamento para hacer un recorrido por toda la Biblia a través de las experiencias creyentes de los mismos. Acabamos de estudiar a Samuel y vamos a entrar en la vida de David, el "guapo" amado de Dios. Sirva, como introducción, este escrito de don Eduardo.
--------------------------------------------------
¿Dónde están los profetas?
A ratos da miedo meterte de veras en la lectura de algunas cosas o de algunas historias que se cuentan en la Biblia. De ahí que suceda a veces eso de que, de repente, va la Biblia y no te respeta nada, sino que te asalta y te ocupa cuando más distraido andabas. Me sucedió hace un par de mañanas. Justo cuando escuchaba la lectura de la Misa. Fue la buena lectora que le tocó al texto del Libro de Samuel y empezó a narrar lo de aquella tarde de verano en que David el rey, aburrido de la corte y sus zarandajas, andaba como zumbado y pasivo. Se había tumbado en una de sus azoteas y miraba distraido al fondo de su propiedad y jardines. Y fue entonces cuando comenzaron a desatarse los preliminares de la gran tragedia y del gran crimen.
Recuerdo que, cuando éramos pequeños aspirantes a la vida en el claustro, ésta de David era una de las páginas bìblicas que no se nos dejaba leer. Para que no nos escandalizáramos, supongo yo. El caso es que es ahora cuando realmente me escandaliza lo que sucedió en aquel entonces y con un personaje tan entrañable y limpio como el rey David: el que era guapo desde pequeño y que tocaba muy bien el arpa y que componía como nadie los himnos y salmos del Señor. Y lo malo de lo que pasó no fue que a David le llamara la atención turbulentamente la espléndida belleza de Betsabé, la mujer del hitita Urías. Lo peor no fue que se acostara con ella. Lo peor fue la sarta de frías decisiones que tomó a continuación el guapo David para tratar de ocultar el delito cometido y la vergüenza que iba a darle pasar ante sus capitanes como un traidor a la fidelidad de sus soldados: los que se estaban jugando la vida en las batallas montadas por el rey.
Emborrachar a Urías. Mandarlo a casa una vez y otra para que estuviera con su guapa señora. Condenarlo a que lo mataran otros porque él no tenía redaños para ejecutarlo. Y casarse después con la viuda. En eso de los desmanes a contramarea, la verdad es que el pobre rey David no pudo ir más lejos. Pero nadie habría abierto la boca para condenarlo si no hubiera sido porque, para gracia del pueblo y futuro del arrepentimiento de David, estaba allí uno de esos tipos descargados misteriosamente de las alturas y a los que nadie ha designado para nada y que andan libres y sueltos por el mundo a la espera de que se les deje dar las voces de la verdad sin muchos afeites ni contemplaciones. Nadie los ha elegido ni se tienen ellos por representantes de nadie. Les basta con creer que tienen la verdad en los labios y que se van a atrever a cantar las cuarenta a esos dueños de vidas y honras que son a veces los reyes y sus sucedáneos en el mundo del poder y del dinero.
A esos hombres de la palabra libre y de la batalla por la verdad se los solía llamar “profetas”. Un profetilla de nada -un tal Natán al que no conocía mucha gente- vino hasta el palacio de David y le contó el cuento de la ovejita que le habían robado a un pobre pastor que no tenía otra que ésta a la que amaba como si fuera una hija. Se la robó el que tenía miles, todas. Y se la sacrificó. Y el rey estaba tan tonto con sus cosas, que ni siquiera entendió que el profetilla Natán le estaba contando su propia historia de crimen y abuso. Y el profeta se lo tuvo que decir sin cortapisas: “¡Ese hombre eres tú”. Y a David se le cayó la cara y se tiró a tierra y se pegó golpes de pecho. Y hasta fue bueno de allí en adelante. Por eso le gustaba tanto a Santa Teresa este Rey David convertido. Pero a quien hay que dar gracias por el castañazo del rey es al profeta que se llamaba Natán. Y que anda gritando por ahí que a ver dónde están ahora los profetas. Bingo al que los encuentre.
A ratos da miedo meterte de veras en la lectura de algunas cosas o de algunas historias que se cuentan en la Biblia. De ahí que suceda a veces eso de que, de repente, va la Biblia y no te respeta nada, sino que te asalta y te ocupa cuando más distraido andabas. Me sucedió hace un par de mañanas. Justo cuando escuchaba la lectura de la Misa. Fue la buena lectora que le tocó al texto del Libro de Samuel y empezó a narrar lo de aquella tarde de verano en que David el rey, aburrido de la corte y sus zarandajas, andaba como zumbado y pasivo. Se había tumbado en una de sus azoteas y miraba distraido al fondo de su propiedad y jardines. Y fue entonces cuando comenzaron a desatarse los preliminares de la gran tragedia y del gran crimen.
Recuerdo que, cuando éramos pequeños aspirantes a la vida en el claustro, ésta de David era una de las páginas bìblicas que no se nos dejaba leer. Para que no nos escandalizáramos, supongo yo. El caso es que es ahora cuando realmente me escandaliza lo que sucedió en aquel entonces y con un personaje tan entrañable y limpio como el rey David: el que era guapo desde pequeño y que tocaba muy bien el arpa y que componía como nadie los himnos y salmos del Señor. Y lo malo de lo que pasó no fue que a David le llamara la atención turbulentamente la espléndida belleza de Betsabé, la mujer del hitita Urías. Lo peor no fue que se acostara con ella. Lo peor fue la sarta de frías decisiones que tomó a continuación el guapo David para tratar de ocultar el delito cometido y la vergüenza que iba a darle pasar ante sus capitanes como un traidor a la fidelidad de sus soldados: los que se estaban jugando la vida en las batallas montadas por el rey.
Emborrachar a Urías. Mandarlo a casa una vez y otra para que estuviera con su guapa señora. Condenarlo a que lo mataran otros porque él no tenía redaños para ejecutarlo. Y casarse después con la viuda. En eso de los desmanes a contramarea, la verdad es que el pobre rey David no pudo ir más lejos. Pero nadie habría abierto la boca para condenarlo si no hubiera sido porque, para gracia del pueblo y futuro del arrepentimiento de David, estaba allí uno de esos tipos descargados misteriosamente de las alturas y a los que nadie ha designado para nada y que andan libres y sueltos por el mundo a la espera de que se les deje dar las voces de la verdad sin muchos afeites ni contemplaciones. Nadie los ha elegido ni se tienen ellos por representantes de nadie. Les basta con creer que tienen la verdad en los labios y que se van a atrever a cantar las cuarenta a esos dueños de vidas y honras que son a veces los reyes y sus sucedáneos en el mundo del poder y del dinero.
A esos hombres de la palabra libre y de la batalla por la verdad se los solía llamar “profetas”. Un profetilla de nada -un tal Natán al que no conocía mucha gente- vino hasta el palacio de David y le contó el cuento de la ovejita que le habían robado a un pobre pastor que no tenía otra que ésta a la que amaba como si fuera una hija. Se la robó el que tenía miles, todas. Y se la sacrificó. Y el rey estaba tan tonto con sus cosas, que ni siquiera entendió que el profetilla Natán le estaba contando su propia historia de crimen y abuso. Y el profeta se lo tuvo que decir sin cortapisas: “¡Ese hombre eres tú”. Y a David se le cayó la cara y se tiró a tierra y se pegó golpes de pecho. Y hasta fue bueno de allí en adelante. Por eso le gustaba tanto a Santa Teresa este Rey David convertido. Pero a quien hay que dar gracias por el castañazo del rey es al profeta que se llamaba Natán. Y que anda gritando por ahí que a ver dónde están ahora los profetas. Bingo al que los encuentre.
http://blogs.21rs.es/conpermiso/