Meditación a partir de El gran silencio, de Philip Gröning ***
Oración para disponer el
corazón
Me hago
consciente, Señor, de que estoy en tu Presencia.
Creo que me
amas, me miras y escuchas mi oración.
Vengo ante ti
con sed de vivir más plenamente,
con sed de
despertar a la vida que sólo Tú puedes dar.
Vengo con el
ardiente deseo de dar un nuevo paso hacia Ti,
y de que tu
amor me alcance y me transforme.
Derrama sobre
mí tu Espíritu Santo,
torrente inagotable,
manantial de
aguas vivas,
lluvia que
empapa mi tierra,
rocío de la
mañana,
mar inmenso en
el que nazco a la vida,
río que fecunda
mis campos yermos.
Derrama sobre
mí tu Espíritu:
que Él guíe mis
pasos a la fuente de tu Palabra viva.
Que mi fe se
sacie en ella.
Que mis fuerzas
se renueven en ella.
Que mi amor se
encienda en ella.
Que mi
esperanza se apoye y se sostenga en ella. Amén.
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Llega la
Cuaresma y todo buen cristiano que se precie, todos nosotros, nos apresuramos a
hacer nuestros propósitos de conversión o mejora de aquellos aspectos de
nuestra vida que andan un poco descuidados y que hacía tiempo que queríamos
corregir, superar o mejorar. Intensificamos la oración, hacemos algún retiro,
nos privamos de algún bien material por ascética y por solidaridad, leemos más
frecuentemente la Palabra de Dios... Lo normal. Tradicionalmente, la Cuaresma
nos reclama, desde el miércoles de ceniza, limosna, oración y ayuno (cf. Mt 6,
1-6.16-18).
Lo cierto es que la liturgia cuaresmal, con sus lecturas, sus oraciones y
alguno de sus prefacios nos sitúa ante un precioso itinerario a recorrer:
el mismo camino de progresiva libertad que recorrieron los israelitas durante
cuarenta años, al salir de Egipto, a través de un inmenso desierto hasta llegar
a la tierra prometida. El mismo que anduvo Jesús hasta entrar en Jerusalén y
entregar allí su vida para verla recobrada nueva, resucitada, de las manos del
Padre.
Nosotros queremos proponer vivir intensamente los cuarenta días y cuarenta
noches de esta Cuaresma iluminados por las inspiraciones que arroja sobre la
vida cristiana una película que, contrariamente a todas las previsiones
razonables, ha resultado todo un éxito en Alemania, Italia, e incluso en
nuestro país que, “oficialmente”, se jacta de su secularización. Nos estamos
refiriendo a la película documental El gran silencio, del director
alemán Philip Gröning. Espléndida película que recomendamos vivamente a
nuestros lectores. Eso sí, es preciso verla en absoluto silencio, con actitud
contemplativa, sin juicios sobre lo que vemos, dejándonos envolver por la
belleza de la imagen y el estado puro de sonidos cotidianos que ya no estamos
acostumbrados a escuchar: pasos, el canto de los pájaros, el viento agitando
las ramas, las gotas de lluvia... Y es preciso verla sin prisas. Son casi
ciento ochenta minutos de escenas aparentemente repetitivas, que la distinta
mirada del autor y del espectador convierte en nuevas.
Cuando vi la película, inmediatamente se me ocurrió que había allí muchas pistas
que podían resultarnos “útiles”, a los que estamos rodeados y “avasallados” por
el mundanal ruido, las prisas, y unas agendas que necesitamos repletas para
sentir nuestra vida valiosa y justificada. Pistas para vivir con más calidad
nuestra vida humana y cristiana. Así pues, os propongo meditar cinco de las llamadas
o reclamos que yo experimenté viendo El gran silencio. Cinco luces
que pueden alumbrar nuestro camino de Cuaresma y toda nuestra vida, en la que
somos llamados a dejarnos encontrar por el Dios que habita nuestro recinto
interior.
1.
Dejarse encontrar en el silencio sorprendente
La película de Philip Gröning se abre con un prólogo y se cierra con
un epílogo idénticos: “Pasó antes del Señor un viento huracanado, que
agrietaba los montes y rompía los peñascos: en el viento no estaba el Señor.
Vino después un terremoto, y en el terremoto no estaba el Señor. Después
vino un fuego, y en el fuego no estaba el Señor. Después se escuchó la
voz de una brisa tenue. Elías, al oírlo, se cubrió el rostro con el manto y
salió a la entrada de la gruta” (1 Re 19,11-13).
Elías es un personaje bastante
parecido a nosotros: inquieto, hiperactivo, devorado por el celo de Dios,
lanzado a la defensa de Yahveh frente a los profetas de Baal... No en vano se
le conoce como “el profeta de fuego” y así es recogida su memoria en la
tradición sapiencial: “Después surgió el profeta Elías como fuego, su palabra
abrasaba como antorcha...” (Eclo 48,1). Sin embargo, el Señor le sale al
encuentro, no en el celo de su fervor infatigable, ni el viento huracanado de
sus invectivas contra los malos, sino en la voz de un silencio tenue. Lo
cual no quiere decir que todo cuanto Elías había hecho por Dios y deseaba
seguir haciendo, con gran dedicación, generosidad y amor, no fuera valioso.
Sino que Dios, tan pedagógico y paciente con nosotros, quiso enseñarle a Elías
(y, en él, a nosotros...) que en la pura desnudez de todas nuestras obras y
proyectos, en el silencio de las imágenes, los recuerdos, las preocupaciones y
los agobios, su Presencia y su Palabra se hacen perceptibles. Descubrimos
entonces que somos habitados por alguien más que nosotros mismos.
Humanamente
hablando, el silencio es una terapia excepcional para sanar el estrés que
crispa nuestra vida. ¿Cuánto tiempo hace que no paseamos por un parque en
silencio, tan sólo escuchando los sonidos de nuestros pasos en el camino o
sobre la hierba, el canto de los pájaros y las voces de los niños que juegan?
¿Cuánto tiempo hace que no nos regalamos detenernos a contemplar las gotas de
lluvia que caen? ¿Cuánto tiempo hace que no nos deleitamos en mirar el rostros
de nuestros seres amados, despacio, sin prisa, redescubriendo detalles que ya
habíamos olvidado? ¿Cuánto hace que no miramos “las aves del cielo” ni olemos
“los lirios del campo”, como hacía Jesús, contemplativo silencioso de la
maravillosa creación del Padre? ¿Cuánto tiempo hace que no nos regalamos una
buena lectura, sentados sin prisa en nuestro sillón favorito? ¿Cuánto tiempo,
que no permanecemos callados el espacio suficiente como para aquilatar las
palabras que hemos de pronunciar?
Hacer nuestra
vida más silenciosa está al alcance de nuestra libertad. Basta apagar la
televisión, prescindir de la radio o el mp3, no hacernos esclavos del móvil, no
salir “de tiendas” en momentos de ansiedad... y disfrutar, simple y llanamente,
de mayores espacios de silencio donde el espíritu y el cuerpo se desintoxiquen
del exceso de ruidos que colman nuestra descuidada y maltratada interioridad.
- ¿Cuál de los
aspectos mencionados arriba tienes más descuidados y necesitan seriamente de tu
atención y cuidado?
Oración: Tu
gran silencio
Señor Jesús,
necesito un gran silencio
que envuelva y
penetre toda mi vida,
que aquiete mi
memoria, repleta de episodios,
que descanse mi
mente de los vaivenes de mil proyectos,
que vacíe mis
oídos de los ruidos que los pueblan,
que prepare mi
corazón para el dichoso encuentro.
Mis pasos
agitados necesitan un gran silencio,
mis manos
ocupadas necesitan acoger para no quedar vacías
de dones para
compartir,
mis labios
necesitan callar para aprender a llenarse
de tus palabras
de gracia,
mis ojos
necesitan cerrarse
para ver al
Invisible,
mis oídos
necesitan estar atentos
para escuchar
Tu Voz en el silencio de una brisa suave.
Aquí estoy,
Señor: envuélveme en tu gran silencio,
inundado de tu
Presencia salvadora, Presencia imperceptible
en el trueno,
el terremoto y el vendaval
de nuestras
vidas inquietas y apresuradas.
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2. Dejarse encontrar en la
escucha atenta
En medio del
silencio de las celdas de la Gran Cartuja trapense cercana a Grenoble, la
imagen repetida de un oído atento y una mirada serena reposando sobre
las páginas de un libro abierto nos trae a la memoria el mandato principal que
recibió Israel de su Dios: “Shemah, Yisreel... Escucha, Israel” (Dt 6,
4).
La casi total
ausencia de palabras en El gran silencio puede producir, a quien no esté
acostumbrado a ello, una sensación de vértigo y un deseo de huida irreprimible.
Pero es una condición necesaria para la escucha de una palabra que “está
cerca de ti. La tienes en los labios y en el corazón para que la pongas en
práctica” (cf. Dt 30,14).
“Ésto es el silencio, –dice una de las frases que van jalonando la
película, -dejar que el Señor pronuncie en nosotros una Palabra igual a Él”.
Frase preciosa y enigmática que da qué pensar. La Palabra de Dios igual a Él es
Jesús. Jesús es el rostro del Padre, porque Él mismo dice: “Quien me ve a
mí, ve al Padre” (Jn 14,9). Pero además Jesús es una Palabra enteramente
igual a nosotros, menos en el pecado, para que podamos reconocernos en Él,
pensar, sentir, elegir y actuar como Él. Esta Palabra que es Jesús está cerca
de nosotros “en nuestros labios y en nuestro corazón para que la pongamos en
práctica”. Esta Palabra fue pronunciada sobre nosotros en el momento de la
Encarnación, y sigue siendo pronunciada siempre.
Los oídos atentos de los monjes de la Gran Cartuja son un
contrapunto a la sordera crónica que padecemos para lo realmente importante: la
Palabra de gracia que es pronunciada sobre nosotros todos los días, para ser
escuchada y acogida.
- ¿Lees y meditas
la Palabra de Dios todos los días? ¿Con qué alimentas tu vida cristiana:
lecturas, conversaciones, alguna conferencia formativa...?
Oración: Hambre y sed de la
Palabra
Señor, vengo a Ti con hambre y sed de tu Palabra,
con el deseo de ser iluminado por tu Luz que no conoce el ocaso,
con la necesidad de ser alentado y fortalecido,
con la disposición de ser recreado por tus manos de alfarero,
y con una súplica en mis labios:
Se Tú mi Maestro.
Enséñame el camino que he de seguir
y dame la gracia de echar a andar cada mañana
por la senda que Tú me trazas.
Tú, que no tenías otro alimento que hacer la voluntad del Padre,
sacia mi hambre con el pan de tu Palabra.
Tú, que eres el Agua Viva,
apaga mi sed con el torrente de tu Palabra.
Tú, que eres Luz sin tiniebla alguna,
cura mis cegueras con la Luz de tu Evangelio.
Tú, que entregas sin cesar tu Espíritu de Ánimo y Fortaleza,
robustece mis pasos con el aliento de tus Palabras de gracia.
Tú, que todo lo haces nuevo en cada instante,
recréame con las manos de tu Palabra,
con las que diariamente modelas mi barro
a tu imagen y semejanza.
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3.
Dejarse alcanzar en la oración continua
Un tañido de campana profundo y solemne resonando en los Alpes franceses es
la señal que congrega a los monjes de la Gran Cartuja para la oración
litúrgica, o para el rezo del ángelus, cada mediodía. En esta ocasión, cada
monje, disperso por el monasterio y ocupado en sus trabajos, abandona su
quehacer y se postra de rodillas para el rezo mariano. Dios es el Señor del
tiempo y nada hay más importante, en ese momento, que dirigir la mirada al
Único Rostro, por mediación de María, recordando el momento más importante de
la historia humana: la Encarnación del Verbo.
Ninguna tarea es más importante que este reconocimiento y adoración.
No es extraño, por el contrario, que los cristianos, que vivimos insertos
en un mundo sumido en continua y atropellada actividad, no encontremos un
minuto para Dios. La razones para no orar parecen justificadas y
perfectamente razonables: el trabajo, los niños, la compra, los amigos, la
familia... Y además, en nuestro piso no hay un espacio adecuado y silencioso
donde poder concentrarse. Los monjes lo tienen fácil. Por otra parte, no tienen
otra cosa que hacer, ésa es su tarea.
Pero vamos a mirar a Jesús, la Palabra de Dios pronunciada sobre
nosotros: dice el evangelio de Marcos que la agenda de Jesús era tan apretada
que muchos días no tenía tiempo ni para comer (cf. Mc 6, 31). Sin embargo, de
madrugada, buscaba un lugar solitario y allí se ponía a hacer oración
(Mc 1,35). Es imposible mantener viva la memoria de nuestra identidad de hijos
amados de Dios si no dedicamos un tiempo a la oración, con relativa frecuencia,
para dejar que el Padre, que habita en lo secreto, nos dirija su Palabra de
amor. Jesús invita a orar siempre “sin desfallecer” (Lc 18,1) y “en
todo tiempo” (Lc 21,36). Buscar la ocasión está también al alcance de
nuestra libertad, si realmente lo deseamos. Quizá la Cuaresma es un tiempo
propicio para preguntarnos hacia dónde está orientado (¿quizá atrapado?)
nuestro deseo.
Propongo un testimonio quizá menos sublime que el de los cartujos, pero más
cercano a nuestras costumbres de vida urbana. En una ocasión entrevistaron a la
biblista Dolores Aleixandre, rscj, sobre su modo de orar, y respondió lo
siguiente: “El otro día, cuando un taxista me preguntó por dónde quería que fuéramos,
le contesté: “Lléveme por donde le parezca mejor”. ¡Y cómo me voy a fiar de
Dios menos que de un taxista! Lo que trato de hacer cuando rezo es dejar que
Él me programe la hoja de ruta. Llevo ya tiempo bastante convencida de que
esto de la oración le importa a Dios más que a mí, de que es más asunto suyo
que mío y de que, como me descuide (San Juan de la Cruz decía aquello de “dejando
mi cuidado”) y me ponga a tiro de su acción, Él hará lo que acostumbra, que
es hacernos parecidos a Jesús. Así que si lo suyo es amar y
comunicarse como le dé su real divina gana, me parece que lo mío es ante
todo no estorbar.
Cada noche leo
el evangelio del día siguiente y trato de que me resuene también en el
corazón la “otra Palabra” que Él ha ido pronunciando a través de las personas y
las cosas que han pasado en el día y luego procuro que ese “rumor” me
acompase el sueño, en vez del barullo de los tertulianos radiofónicos,
televisivos o literarios. A esa hora les digo como en el cónclave: Exeant
omnes!, y les cierro la puerta sin más contemplaciones...
En la mañanita
echo mano del “kit de oración” consistente en cojín de zen que me
ayuda a mantenerme en buena postura, rincón tranquilo con icono y vela
encendida (valiente tontería, pienso a veces, porque suelo cerrar los ojos).
Con el ir y venir de la respiración voy repitiendo tranquilamente el nombre de
Jesús o algunas palabras hebreas... También aprovecho las “ofertas de
temporada”, o sea los distintos momentos del año litúrgico: no es lo
mismo respirar el nombre de Jesús en Adviento que en Pascua o en Pentecostés. Y
no me pregunten por qué.
A veces me
rondan las tentaciones: “Vaya desperdicio de imaginación, con la
cantidad de ideas de colores que a ti se te ocurren enseguida, en vez de esta
sosera tan vacía y tan oscura”. Me defiendo como puedo, agarrada a la
experiencia ya antigua de que ésa es para mí la puerta estrecha para “entrar
en lo escondido” y quedarme ex-puesta a la mirada del Padre. Por eso
me agarro como una náufraga al ir y venir de la respiración, que, como una
okupa benéfica, va desalojando mi corazón de ideas, de palabras y de las
distracciones pesadísimas que entran y salen brincando como pulgas de playa.
En medio de
tantos intentos torpes y a trompicones, sigo pensando que no sé rezar, pero me
consuela pensar que lo contrario (creerme que ya he aprendido) sería mucho
peor”.
¿Cómo es tu
oración diaria? ¿Te creas, en casa, un espacio adecuado para orar? ¿Qué
problemas se te plantean a la hora de ponerte a orar? ¿Necesitarías algún tipo
de ayuda?
4.
Dejarse seducir por “El que es”
A lo largo de El gran silencio, se van sucediendo textos tomados de
la Biblia, de algún Santo Padre o de algún místico contemporáneo, que dividen las
casi tres horas de metraje en bloques temáticos. Si prescindimos del prólogo y
del epílogo, sólo dos de esas frases se repiten de modo insistente. La primera
está tomada de Lc 14,33: “Quien no renuncia a todos sus bienes no
puede ser mi discípulo”. Cuatro veces se repite esta frase acompañando
escenas que hablan del estilo de vida despojada y humilde de estos
monjes cartujos: la ceguera de un anciano, las posesiones mínimas a la puerta
de cada celda, la profesión de nuevos miembros abrazando la soledad y el
silencio de la orden, el juego infantil de uno de los monjes con los gatos a
los que lleva la comida, la enfermedad, la postración definitiva...
La palabra renuncia provoca casi un rechazo visceral en las
sensibilidades modernas, más dadas a buscar experiencias gratificantes y
placenteras, porque parece que eso “realiza” más que la antipática y frustrante
renuncia.
Sin embargo, junto al “despojamiento”, también se nos muestra la paradójica
riqueza de estos hombres entregados a Dios.
-Su primera
riqueza es Dios mismo, según proclama Jesús en el discurso de monte: “Dichosos
los pobres porque Dios es suyo” (cf. Mt 5, 3). Dios es su tesoro, el
Absoluto de su vida, como cantaba nuestra Santa Teresa de Ávila en su poema Nada
te turbe: “Vénganle desamparos, / cruces, desgracias; / siendo Dios su
tesoro, / nada le falta”. Su modo de vida y su continua oración de alabanza lo
proclaman, a los cuatro vientos, a una sociedad que dice estar “sin noticias
de Dios”.
Por eso, la primera palabra en la vida de los cartujos no es la renuncia
sino el Amor que seduce: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir”
(Jr 20, 7). Cinco veces se repite este texto a lo largo de la película. Sólo la
seducción del Amor hace posible la renuncia, porque el ser humano tiene vocación
de felicidad y sólo quien la experimenta adquiere la fuerza para asumir y
aceptar el lado oscuro de la existencia.
Hay una escena repetida, muy significativa en El gran silencio: en el
silencio de la noche, en el centro de la pantalla, en medio de la oscuridad
absoluta, surge una luz diminuta. La
presencia de esta llama parpadeante se mantiene, insistente, durante un tiempo
prolongado. Es la luz del Santísimo, la luz que simboliza la Presencia Real
de Dios en medio del templo (en el centro de los templos vivos que son cada
uno de los monjes...), la Presencia Eucarística. Esa luz, irrelevante
para mucha gente hoy día, es capaz de iluminar toda tiniebla, y es el centro de
la vida de estos hombres entregados a Dios. Dios mismo es la Luz inextinguible
que llena de resplandor la vida aparentemente tediosa e insignificante de estos
hombres de fe.
Philip Gröning nos presenta, en varias tomas, el claustro de la cartuja,
las habitaciones, los diversos rincones de la casa, transidos de una luz
transparente, límpida e intensa. No son vidas oscuras las de estos hombres,
sino vidas repletas de sentido, luminosas.
La Cuaresma es tiempo para contemplar el amor de Dios manifestado en
la entrega de su Hijo. Nadie tiene amor más grande. Precisamente el papa
Benedicto XVI centra su mensaje de Cuaresma en el versículo de Juan “Mirarán
al que traspasaron” (Jn 19, 37) y dice:
“...¡Miremos a Cristo traspasado en la Cruz! Él es la revelación más
impresionante del amor de Dios... En la Cruz, Dios mismo mendiga el amor
de su criatura: Él tiene sed del amor de cada uno de nosotros... En verdad,
sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el
deseo apasionado de reciprocidad infunde un gozo tan intenso que convierte
en leves incluso los sacrificios más duros. Jesús dijo: “Yo cuando sea elevado
de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). La respuesta que el
Señor desea ardientemente de nosotros es, ante todo, que aceptemos su amor y
nos dejemos atraer por Él. Aceptar su amor, sin embargo, no es suficiente.
Hay que corresponder a ese amor y luego comprometerse a
comunicarlo a los demás: Cristo “me atrae hacia sí” para unirse a mí, para que
aprenda a amar a los hermanos con su mismo amor.
- La segunda riqueza paradójica de los monjes es su
libertad. ¿Quién podría pensar que unos hombres comprometidos a estar de
por vida encerrados en una cartuja pueden ser, en realidad, infinitamente más
libres que quienes tenemos la libertad de salir y entrar y cambiar proyectos y
romper rutinas? ¿Es la multiplicidad de opciones la que nos hace libres, o la
capacidad de elegir a fondo perdido un Amor y arriesgarlo todo por Él, siendo
dueños y señores de nuestra persona y nuestra vida para entregarlas entera y
apasionadamente a Alguien o a algo, sin mudanza?
-La tercera riqueza es el reconocimiento de que “todo
es gracia” en la vida: el tiempo, el día, la noche, la nieve, el fuego, el
alimento, el vestido, el trabajo, el recreo... Nada es mejor ni peor que otra
cosa. Todo tiene su puesto y su sentido en la armonía de lo creado. Nada se
juzga bueno o malo según me afecte. Todo es bueno y bello simplemente porque es
obra de Dios. Habitualmente concebimos la vida de los monjes como “muy
espiritual”, desencarnada y enemiga de los sentidos. El gran silencio
revela una vida que regala el oído con la belleza de la música y el canto suave y sereno de los monjes, la vista con los paisajes espléndidos
de la naturaleza y la belleza de la luz penetrando por las ventanas del
claustro o de las celdas, el tacto con el cuidado tierno de los más
jóvenes hacia los cuerpos enfermos y heridos de los ancianos, el olfato
con las flores que pueblan el jardín a pesar de las nieves, el gusto con
el pan cotidiano... Todo lo acogen como el único y el mejor don del que
pueden disfrutar en el presente. Quizá nuestros sentidos, nadando en
sobreabundancia, hayan perdido la capacidad de gozar de aquello que nos regala
la vida. “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1 Cor 4,7) es el texto de
Pablo que expresa el significado del mundo material para estos hombres y para
todo creyente.
Confróntate con
la triple riqueza de la que hemos hablado:
1. ¿Tu
relación con Dios es de seducción, atracción, amor, miedo, frialdad,
tibieza...? ¿Cómo experimentas su Presencia en tu vida diariamente?
Como nos invita
el papa Benedicto XVI en su mensaje de Cuaresma, contempla el rostro del Crucificado,
contempla su Rostro en la pasión. Contempla que ha sido entregado y ha padecido
por ti, porque te ama.
2. ¿Cómo te
experimentas libre en la abnegación, la entrega, la renuncia por amor?
3. ¿Cómo
te relacionas con los bienes de la tierra, con lo que posees y te es dado?
¿Caes en la cuenta de los infinitos regalos que llenan tu vida para tu
felicidad y crecimiento?
Oración:
Ayúdame a esparcir tu fragancia...
¡Oh Jesús!
Ayúdame a
esparcir tu fragancia
adondequiera
que vaya.
Inunda mi alma
de tu espíritu y vida.
Penetra mi ser
y aduéñate de tal manera de mí
que mi vida sea
irradiación de la tuya.
Ilumina por mi
medio
y toma posesión
de mí de tal manera
que cada alma
con la que entre en contacto
pueda sentir tu
presencia en mí.
Que no me vean
a mí, sino a Ti en mí.
Permanece en mí
de tal manera que brille con tu luz
y que mi luz
pueda iluminar a los demás.
Toda mi luz
vendrá de Ti, Oh Jesús.
Ni siquiera el
rayo más leve será mío.
Tú, por mi
medio, iluminarás a los demás.
Pon en mis
labios la alabanza que más te agrada,
iluminando a
otros a mi alrededor.
Que no te
pregone con palabras
sino con el
ejemplo de mis actos,
con el destello
visible del amor
que de Ti viene
a mi corazón. Amén.
(Cardenal
Newman)
5.
Dejarse transformar por el rostro del prójimo
Entre las muchas cosas que sorprenden en El gran silencio están las
secuencias de los rostros, expuestos con simplicidad ante la cámara.
¿Alguna vez nuestros lectores han hecho la experiencia de mirar a alguien de
cerca y de lejos, desde todos los ángulos posibles, sin juicios, durante unos
minutos, y luego dejarse mirar del mismo modo? Les aseguro que es una
experiencia inquietante, turbadora... y tremendamente pedagógica.
Mirar el rostro del
prójimo cercano y lejano con benevolencia y bondad desarma todos
nuestros prejuicios y termina encontrando la belleza enraizada en lo más íntimo
de su ser. A veces vamos tan deprisa que ni siquiera miramos a la cara a la
gente con la que, más que encontrarnos, tropezamos en el camino de la
vida.
La mirada silenciosa sobre el prójimo enseña lo absurdos que
resultan nuestros enfados, resentimientos y prejuicios hacia él, que es, como
nosotros, simplemente un ser humano con sus dones y sus límites. Jesús
siembra el desconcierto absoluto en unos hombres que arrastraban ante él a una
mujer sorprendida en adulterio para que Él la condenara (cf. Jn 8, 1-11). Jesús
calla y escribe en el suelo no sabemos qué hasta que, al final, apremiado por
los acusadores, pronuncia una palabra que cambia la actitud de aquellos hombres
hacia la mujer pecadora: “Quien esté libre de pecado, que tire la primera
piedra”. Aquellas palabras ¿simplemente les hicieron entrar en si mismos y
avergonzarse de su propio pecado, o llegaron incluso a transformar, de algún
modo su mirada respecto a la mujer? ¿No sucedió, quizá, que la pecadora pasó de
ser una “enemiga” a una “hermana”? Una mirada sincera y limpia de todo juicio
sabe reconocer en el prójimo a la “carne de nuestra carne y sangre de
nuestra sangre”. Mirada solidaria y compasiva, reconciliada, que no
tiene en cuenta los errores ni las ofensas cometidas. Pasos que se apresuran a
recibir, brazos que se abren para abrazar, corazón dispuesto a alegrarse y
festejar la vuelta del hijo perdido (cf. Lc 15, 1-3,11-32). Paciencia que sabe
esperar siempre lo mejor del otro y confiar en que nadie está nunca
definitivamente perdido (cf. Lc 13,1-9).
Hace años una película de José Luis Garci, Canción de cuna, me
enseñó que “saber mirar es saber amar”. El gran silencio ha
desempolvado en mí aquella noticia. Una noticia que parecía conocer muy bien el
sacerdote francés, Gèrard Bessières, cuando escribió en su diario:
“Hoy he embellecido a una mujer. Hace meses, incluso años, que no lo hacía.
Con una mirada atenta, disfrutaba antes despertando belleza en rostros que
incluso parecían feos. ¿Por qué he dejado, o casi, de llamar con mis ojos la
luz que, desde lo profundo de los seres, puede transformarles? Sin duda porque
me he dejado ahogar por preocupaciones y miedos que me han abrumado.
Había olvidado casi ese don precario de zahorí de la belleza, cuando entré
en un café de la calle Saint Dominique. En la barra, unos cuantos clientes
ruidosos. La camarera, del otro lado, doblada sobre la pila, estaba fregando
vasos. Rostro sin expresión. Cuando se enderezó, vi sus rasgos desprovistos de
finura, los ojos hundidos, los cabellos descuidados. Me senté en una mesa y
empecé a sacar unos papeles para trabajar. Dejó el mostrador secándose las
manos, y vino hacia mí. Fue entonces cuando sentí ganas de embellecerla. Como
lo hacía antes. Me esforcé inmediatamente por desentenderme de todo, por ser
sólo respeto y atención delicada, por hacer como si en el mundo sólo estuviese
ella, y la miré. Sin insistencia, simplemente. También ella me miraba,
enredando distraídamente con el trapo.
-¿Qué desea, señor?
-Por favor, un café.
Había empezado ya el milagro. Indescriptible. Y su cara comenzaba a
cambiar, se le animaban los ojos. Se dirigió tras la barra para maniobrar la
cafetera. Cuando se volvió hacia la sala buscando una taza, con la punta de los
dedos se retiró el pelo. La miraba. No sabía que se estaba haciendo hermosa.
Trajo el café. Era una joven o una mujer joven sencillamente, con la fatiga
diaria como visible herencia. Dejó la taza. Al darme las gracias, después de
recoger las monedas, me miró. Yo estaba esperando discretamente. Procuraba -¿es
posible del todo?- mirar sin... poseer. Fue en aquel instante cuando estuvo muy
hermosa. Detrás de la barra, durante unos minutos, conservó aquel brillo
modesto. Después me di cuenta de que decrecía un poco. Cuando salí, dijo:
“Hasta la vista, señor”, sin particular atención. Ella no sabía nada.
Salí contento. Tenía ganas de decir a los transeúntes de rostro cerrado:
“Deteneos un instante, ¿queréis que os embellezca?”.
¿Cómo he podido olvidar que antes disfrutaba haciendo que los rostros
cantaran? Siento que se trata de mi vida más honda, la que corre peligro de
endurecerse y de morir, la que sólo existe dándose. ¿Será posible dar hermosura
como el alfarero o el escultor, con una mirada sobre la arcilla de la
humanidad?”
Gèrard Bessières, Préstame tus ojos, Salamanca 1998, ps. 15-16
1. Párate y
date cuenta de hasta qué punto tus juicios o prejuicios sobre los otros
condicionan tus sentimientos y actitudes a veces injustificadamente adversas.
¿Te atreves a intentar mirar sin juzgar? ¿Te atreves a intentar mirar para
embellecer?
2.
¿Tienes experiencia de lo que Gabriela Mistral dice en su poema: “cuando tú me miras,
yo me vuelvo hermosa". ¿De qué modo la mirada de alguien que te ama te
“embellece”? ¿Cómo puedes tú embellecer a los demás?
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Oración:
Cuarenta días y cuarenta noches
Cuarenta días y cuarenta
noches,
para acercarme más a menudo
a tu silencio.
Cuarenta días y cuarenta
noches,
para postrarme ante Ti
y escuchar tu Palabra todos los días.
Cuarenta días y cuarenta
noches,
para sentir hambre y sed de
Ti, de transformación y de liberación.
Cuarenta días y cuarenta
noches,
para darme cuenta de todo
cuanto me esclaviza.
Cuarenta días y cuarenta
noches,
para dar un paso
significativo de conversión a Tu voluntad.
Cuarenta días y cuarenta
noches,
para aprender a ser pobre,
a vivir desde el “no-tener” y el “no-poder”.
Cuarenta días y cuarenta noches,
para aprender a vivir de un
modo más simple y a reír como un niño.
Cuarenta días y cuarenta
noches,
para asimilar la buena
noticia de que soy un hijo amado del Padre.
Cuarenta días y cuarenta
noches,
para disponer el corazón a
celebrar,
cuando nos llegue la Luz de
la Pascua,
que no somos un caso
perdido
y que la Vida, el Perdón y
el Amor del Padre
siempre
triunfan sobre el pecado y sobre la muerte.
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*** Artículo publicado en la revista Cooperador Paulino en febrero de 2007