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jueves, 21 de marzo de 2013

Padre, aparta de mí este cáliz

Lectio divina de Mc 14, 21-42

Llegaron a una finca que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos: ‘Sentaos aquí mientras yo voy a orar’. 

Se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, y empezó a sentir horror y angustia, y les dijo: ‘Me muero de tristeza, quedaos aquí y estad en vela’. Adelantándose un poco, cayó a tierra, pidiendo que si era posible se alejase de él aquella hora; decía: ‘¡Abba! ¡Padre!: todo es posible para ti, aparta de mí este trago, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú’. 
Se acercó, los encontró adormilados y dijo a Pedro: ‘¿Estás durmiendo, Simón? ¿No has podido velar ni una hora? Estad en vela y pedid no ceder en la prueba: el espíritu es animoso, pero la carne es débil’. 
Se apartó de nuevo y oró repitiendo las mismas palabras. Al volver los encontró otra vez adormilados, porque se morían de sueño, y no sabían qué contestarle. 
Volvió por tercera vez, y les dijo: ‘¿Así que durmiendo y descansando? ¡Basta ya, ha llegado la hora! Mirad, el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos, vamos!; ya está ahí el que me entrega’.

CUANDO LEAS

Jesús llegó a Jerusalén aclamado por sus seguidores. ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!, Mc 11, 10. Parecía que el hijo de David, el Mesías, iba a tomar posesión de su trono y a inaugurar su reinado. Pero Jesús entró en el templo como uno de los muchos rabinos que subían con sus discípulos a Jerusalén para la celebración de la Pascua, y se dedicó a enseñar. Primero, con un gesto profético: entró en el templo y se puso a echar a los que vendían y a los que compraban allí. ‘Mi casa será casa de oración para todos los pueblos. Pues vosotros la tenéis convertida en una cueva de ladrones’, Mc 11, 15.17. Jesús denunciaba así el uso que los sacerdotes y los escribas hacían del templo. Habían convertido el lugar del encuentro con Dios y con los hermanos israelitas en una casa de cambio de moneda y un mercado de animales, donde ellos obtenían pingües beneficios a costa de los sacrificios del pueblo y con el pretexto de rendir a Dios el culto debido. No es extraño que los sacerdotes y los escribas decidieran en ese momento acabar con él y estudiaran la mejor forma de lograrlo (cf. Mc 11, 18-19).
Jesús siguió enseñando en el templo durante los días siguientes. Cuestionó la legitimidad de los sacerdotes y los escribas, que no eran los pastores del pueblo que Dios deseaba. Discutió con ellos sobre la ley, poniendo en entredicho la interpretación que ellos hacían de ella en aras de su prestigio social, de su poder y de sus cuentas corrientes. Se atrevió a profetizar el fin del templo, signo visible de la presencia de Dios en medio del pueblo y garantía de la pervivencia de Israel como entidad política. Los sumos sacerdotes y los letrados no ocultaban lo mucho que les disgustaba aquel galileo advenedizo. Conclusión: andaban buscando una manera de darle muerte prendiéndolo a traición, Mc 14, 1-2. Jesús era consciente de la amenaza que suponían para él las autoridades del pueblo: Ella ha hecho lo que podía, ha embalsamado mi cuerpo para la sepultura, Mc 14, 8. Jesús celebró la Pascua clandestinamente, porque sabía que sus enemigos le acechaban. Más aún, sabía que habían hecho un trato con uno de sus íntimos: Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar, uno que está comiendo conmigo, Mc 14, 18. Así, Jesús hace de aquella cena pascual su cena de despedida, y deja claro que en su inminente muerte Dios se compromete de nuevo en favor de todos: Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos, Mc 14, 24.
¿Qué opciones tenía Jesús en esta situación? Salir de Jerusalén a escondidas y regresar a Galilea, donde se le apreciaba. Dicho con una palabra: huir. Hubiera podido armar a sus partidarios y hacerse coronar rey a la fuerza. Incluso podía romperse por dentro, deprimirse hasta el suicidio. Pero Jesús, acabada la cena, marchó a una finca que se llama Getsemaní para orar. Allí Jesús se hizo plenamente consciente de los sentimientos que se agitaban en su interior. Marcos dirá que sentía horror y angustia, que se moría de tristeza, que se sentía solo: ¿Así que durmiendo y descansando? La oración de Jesús en Getsemaní consistió en gritar a aquel que se le había revelado en el bautismo: Tú eres mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto, Mc 1, 11, y que en una montaña alta y apartada, señalándole a él, había dicho a sus discípulos: Este es mi Hijo, a quien yo quiero, escuchadlo, Mc 9, 7. Jesús recurrió a aquel que se le había manifestado amorosamente como origen de su ser y de su misión: ¡Abba! ¡Padre! La oración de Jesús fue agónica, un auténtico combate. Él era perfectamente consciente de su debilidad, al contrario que Pedro: Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré, Mc 14, 31. Jesús confiaba en el Padre: todo es posible para ti, y le manifestó con toda sinceridad lo que deseaba en aquel momento: aparta de mí este trago. Pero, a la vez, quería ser fiel a su Padre, corresponderle con un amor sin condiciones: no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú. Jesús acabó entregándose al que reconocía como único Señor de su vida, cuya voluntad se le estaba revelando en las circunstancias concretas que estaba viviendo. 

CUANDO MEDITES

¿Cuál es tu primera reacción cuando estás en una situación angustiosa? ¿Orar? ¿Dar vueltas a la cabeza? ¿Culpabilizarte? ¿Culpar a otros, a las circunstancias, a Dios? Si no te encuentras en una situación semejante, contempla la agonía de Jesús en Getsemaní. Afirmas que le amas, hazte eco de su horror, angustia, tristeza y soledad. ¿Reconoces que su fidelidad al Padre hasta la muerte es al mismo tiempo amor por ti? Echa un vistazo al dolor de tantos. ¿Tienes alguna responsabilidad en él? Haz tuyos esos dolores, y dale al que sufre tu amor. Es decir, regálale tu fe en el Señor crucificado y resucitado, tu esperanza de que el dolor se acabará y compartirás la vida feliz de tu Señor, tu ayuda eficaz en las circunstancias concretas en que se haya. 

CUANDO ORES

- Deja que el Espíritu ore en ti con tu cuerpo, tus sentimientos, tus palabras. ¿Te postras en adoración? ¿Te arrodillas? ¿Te sientas? ¿Alzas las manos? ¿Estás en pie? ¿Susurras? ¿Gimes? ¿Lloras? ¿Le alabas? ¿Le agradeces? ¿Le suplicas? ¿Le cuentas cómo te sientes? ¿Desahogas tus preocupaciones ante él? ¿Le confías tus inquietudes y proyectos? ¿Le hablas del sufrimiento de tantos? ¿Le preguntas? ¿Te abandonas a su amor y a su voluntad?
- ¿Sientes el amor de Dios? Déjate amar. Déjate convertir. Déjate fortalecer para que tu vida, animada por el Espíritu y obediente a él, sea  testimonio, servicio y evangelización.

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Autor: Rafael Chavarría, equipo de Lectio Divina de la UPComillas

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