Llegaron
a una finca que se llama Getsemaní, y dijo a sus discípulos: ‘Sentaos aquí
mientras yo voy a orar’.
Se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, y empezó a
sentir horror y angustia, y les dijo: ‘Me muero de tristeza, quedaos aquí y
estad en vela’. Adelantándose un poco, cayó a tierra, pidiendo que si era
posible se alejase de él aquella hora; decía: ‘¡Abba! ¡Padre!: todo es posible
para ti, aparta de mí este trago, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que
quieres tú’.
Se acercó, los encontró adormilados y dijo a Pedro: ‘¿Estás
durmiendo, Simón? ¿No has podido velar ni una hora? Estad en vela y pedid no
ceder en la prueba: el espíritu es animoso, pero la carne es débil’.
Se apartó
de nuevo y oró repitiendo las mismas palabras. Al volver los encontró otra vez
adormilados, porque se morían de sueño, y no sabían qué contestarle.
Volvió por
tercera vez, y les dijo: ‘¿Así que durmiendo y descansando? ¡Basta ya, ha
llegado la hora! Mirad, el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los
pecadores. ¡Levantaos, vamos!; ya está ahí el que me entrega’.
CUANDO LEAS
Jesús llegó a Jerusalén aclamado por sus seguidores.
¡Bendito el que viene en el nombre del
Señor!, Mc 11, 10. Parecía que el hijo de David, el Mesías, iba a tomar
posesión de su trono y a inaugurar su reinado. Pero Jesús entró en el templo
como uno de los muchos rabinos que subían con sus discípulos a Jerusalén para
la celebración de la Pascua, y se dedicó a enseñar. Primero, con un gesto
profético: entró en el templo y se puso a
echar a los que vendían y a los que compraban allí. ‘Mi casa será casa de
oración para todos los pueblos. Pues vosotros la tenéis convertida en una cueva
de ladrones’, Mc 11, 15.17. Jesús denunciaba así el uso que los sacerdotes
y los escribas hacían del templo. Habían convertido el lugar del encuentro con
Dios y con los hermanos israelitas en una casa de cambio de moneda y un mercado
de animales, donde ellos obtenían pingües beneficios a costa de los sacrificios
del pueblo y con el pretexto de rendir a Dios el culto debido. No es extraño
que los sacerdotes y los escribas decidieran en ese momento acabar con él y
estudiaran la mejor forma de lograrlo (cf. Mc 11, 18-19).
Jesús siguió enseñando en el
templo durante los días siguientes. Cuestionó la legitimidad de los sacerdotes
y los escribas, que no eran los pastores del pueblo que Dios deseaba. Discutió
con ellos sobre la ley, poniendo en entredicho la interpretación que ellos
hacían de ella en aras de su prestigio social, de su poder y de sus cuentas
corrientes. Se atrevió a profetizar el fin del templo, signo visible de la
presencia de Dios en medio del pueblo y garantía de la pervivencia de Israel
como entidad política. Los sumos sacerdotes y los letrados no ocultaban lo
mucho que les disgustaba aquel galileo advenedizo. Conclusión: andaban buscando una manera de darle muerte
prendiéndolo a traición, Mc 14, 1-2. Jesús era consciente de la amenaza que
suponían para él las autoridades del pueblo: Ella ha hecho lo que podía, ha embalsamado mi cuerpo para la sepultura,
Mc 14, 8. Jesús celebró la Pascua clandestinamente, porque sabía que sus
enemigos le acechaban. Más aún, sabía que habían hecho un trato con uno de sus
íntimos: Os aseguro que uno de vosotros
me va a entregar, uno que está comiendo conmigo, Mc 14, 18. Así, Jesús hace
de aquella cena pascual su cena de despedida, y deja claro que en su inminente
muerte Dios se compromete de nuevo en favor de todos: Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos,
Mc 14, 24.
¿Qué opciones tenía Jesús en
esta situación? Salir de Jerusalén a escondidas y regresar a Galilea, donde se
le apreciaba. Dicho con una palabra: huir. Hubiera podido armar a sus
partidarios y hacerse coronar rey a la fuerza. Incluso podía romperse por
dentro, deprimirse hasta el suicidio. Pero Jesús, acabada la cena, marchó a una finca que se llama Getsemaní para
orar. Allí Jesús se hizo plenamente consciente de los sentimientos que se
agitaban en su interior. Marcos dirá que sentía horror y angustia, que se moría de tristeza, que se sentía solo: ¿Así que durmiendo y descansando? La
oración de Jesús en Getsemaní consistió en gritar a aquel que se le había
revelado en el bautismo: Tú eres mi Hijo,
a quien yo quiero, mi predilecto, Mc 1, 11, y que en una montaña alta y
apartada, señalándole a él, había dicho a sus discípulos: Este es mi Hijo, a quien yo quiero, escuchadlo, Mc 9, 7. Jesús
recurrió a aquel que se le había manifestado amorosamente como origen de su ser
y de su misión: ¡Abba! ¡Padre! La
oración de Jesús fue agónica, un auténtico combate. Él era perfectamente
consciente de su debilidad, al contrario que Pedro: Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré, Mc 14, 31. Jesús
confiaba en el Padre: todo es posible
para ti, y le manifestó con toda sinceridad lo que deseaba en aquel
momento: aparta de mí este trago.
Pero, a la vez, quería ser fiel a su Padre, corresponderle con un amor sin
condiciones: no se haga lo que yo quiero,
sino lo que quieres tú. Jesús acabó entregándose al que reconocía como
único Señor de su vida, cuya voluntad se le estaba revelando en las
circunstancias concretas que estaba viviendo.
CUANDO MEDITES
¿Cuál es tu primera reacción
cuando estás en una situación angustiosa? ¿Orar? ¿Dar vueltas a la cabeza?
¿Culpabilizarte? ¿Culpar a otros, a las circunstancias, a Dios? Si no te
encuentras en una situación semejante, contempla la agonía de Jesús en
Getsemaní. Afirmas que le amas, hazte eco de su horror, angustia, tristeza y soledad.
¿Reconoces que su fidelidad al Padre hasta la muerte es al mismo tiempo amor
por ti? Echa un vistazo al dolor de tantos. ¿Tienes alguna responsabilidad en
él? Haz tuyos esos dolores, y dale al que sufre tu amor. Es decir, regálale tu
fe en el Señor crucificado y resucitado, tu esperanza de que el dolor se
acabará y compartirás la vida feliz de tu Señor, tu ayuda eficaz en las
circunstancias concretas en que se haya.
CUANDO ORES
- Deja que el Espíritu ore en
ti con tu cuerpo, tus sentimientos, tus palabras. ¿Te postras en adoración? ¿Te
arrodillas? ¿Te sientas? ¿Alzas las manos? ¿Estás en pie? ¿Susurras? ¿Gimes?
¿Lloras? ¿Le alabas? ¿Le agradeces? ¿Le suplicas? ¿Le cuentas cómo te sientes?
¿Desahogas tus preocupaciones ante él? ¿Le confías tus inquietudes y proyectos?
¿Le hablas del sufrimiento de tantos? ¿Le preguntas? ¿Te abandonas a su amor y
a su voluntad?
- ¿Sientes el amor de Dios?
Déjate amar. Déjate convertir. Déjate fortalecer para que tu vida, animada por
el Espíritu y obediente a él, sea
testimonio, servicio y evangelización.
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Autor: Rafael Chavarría, equipo de Lectio Divina de la UPComillas
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