martes, 25 de octubre de 2011

Orar en un mundo roto

Benjamín González Buelta es un jesuita poeta y místico (dicen algunos), y profundamente enraizado en la vida de la gente pobre de América latina. Hace tiempo, uno de los grupos de Biblia me regaló un libro suyo: El rostro femenino del Reino. Orar con Jesús y las mujeres. Se trata de un libro de poemas en torno a las historias de las mujeres del evangelio y sus encuentros con Jesús.
Pero tengo en mi pequeña biblioteca otro libro de Benjamín iluminador y sugerente para quienes buscamos a Dios en el corazón de la realidad. Se trata del libro Orar en un mundo roto. Tiempo de transfiguración. No es un libro reciente, pero sigue siendo tan actual como cuando se escribió, hace casi diez años. Me gusta mucho la presentación que de él hace el jesuita José María Fernández-Martos. Como dudo que yo pudiera hacer otra mejor, la traigo aquí, con la duda de si quebranto o no derechos de autor. El caso es que son sólo tres paginitas del libro que os invito a leer con la certeza de que encontraréis en él grandes tesoros...
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Cuando Benjamín González Buelta concibe un libro -como sucede con las embarazadas-, se va percibiendo su crecimiento y su inevitabilidad. Puede ser que los gajes del oficio y los muchos “síes” irremediablemente dados a los muchos que llaman a su puerta y que cumplen y fragmentan su tiempo, retrasen el parto. Pero no hay que temer: ligeramente retrasada para los que la esperamos, la criatura nacerá. Empiezo por decir de qué va la nueva criatura y luego os contaré cómo fue el parto.

Lo que Benjamín quiere compartir en este libro es muy sencillo. Una gran pena y una más grande alegría, y ambas entrelazadas en torno a su regalada cercanía al rostro de Dios, su Cristo. Pena, y mucha, porque por tantas partes ve cuán irrelevante se va haciendo para tantos quien para él es “lámpara para sus pasos” y “colina hermosa” y “Reino y cifra de todo lo que existe”. Y alegría, y más, porque su fe y su esperanza le dicen que aun esos despistados que se alejan están misteriosamente trabados -más allá de sus petulancias y golpetazos de guiñol- a una historia que él gusta como salvadora para todos: “Hebra de gracia que atraviesa la creación recomponiendo su ruptura”. Benjamín quiere compartir con nosotros lo que él ha ido descubriendo desde su pequeña atalaya; andamos distraídos, y eso le apena. “Dale limosna, mujer, porque no hay pena mayor que la de ser ciego en Granada”, cantaría Icaza. Se me clavó dolorosamente en la memoria aquella niña ciega que vendía chucherías junto a la belleza sobre-cogedora del bellísimo lago Atitlán en Guatemala. ¡Tanta ceguera para tanta belleza...! Benjamín nos quiere contar a Dios a todos y se acerca a nosotros como Jesús al endemoniado de Gerasa, espantando nuestros demonios y recordándonos nuestra consoladora condición de entrañables para Dios... Por eso los libros de Benjamín no riñen; consuelan y emplazan.

He tenido la suerte de poder alojar a Benjamín en mi casa, durante unos meses, en dos de sus partos: Bajar al encuentro de Dios y, ahora, Orar en un mundo roto. Tiempo de transfiguración. Es divertido vivir con él en su pro¬ceso de gestación y escritura.

En una primera fase, se saca de los adentros de su más personal experiencia lo que es más fuerte que él y que le empuja y pide salir a la luz. Escribe, en esos días primeros, como cuando, al abrir un pozo, los manantiales van regalándonos su agua. Se le pasan las horas, sin apenas advertirlo. Tras sentadas largas y febriles, sale de su cuarto sonriente y como descansado. Él mismo se sorprende de algunas de las cosas que llevaba dentro y a las que no había tenido tiempo de nombrar. En esta fase, lo alumbra. Esos primeros textos no acogen la cita de ningún otro autor, ni siquiera de la Sagrada Escritura, aunque toda ella esté presente en cada palabra. Escribe transcribiendo lo que va leyendo en los pliegues de su espíritu de obrero del Reino. Su aparentemente desparramado tiempo de antes va confluyendo, como los arroyuelos que descienden de los neveros, para irse encontrando en un cauce único, sereno y fecundo. Este primer texto te da el guión completo de lo que tiene que decir, pero todavía anda el futuro libro sobrecargado de una parte y abreviado de otra; también los niños nacen con una cabeza desproporcionada.

En una segunda fase, más serena y pausada, da un paso atrás y mira en perspectiva lo ya escrito -quizá con la ayuda de amigos- y empieza a desplegar y añadir contrastes. En una palabra, lo adensa y profundiza con las lindes culturales y sociales de su experiencia personal. En este tiempo acude a la oración y a la poesía, suya o de otros autores. Alguna parte tratada antes escuetamente cobra ahora más cuerpo, tras conversaciones y miradas -Benjamín es un visual empedernido- a Dios y con las gentes. Se le vienen a la cabeza y al corazón gentes que necesitarían una palabra suya para reencontrar el camino, otras a las que nadie escucha porque desfilan anónimas y con las espaldas cargadas por las cuestas innombrables de los barrios con nombres hirientes como profetas. A todas les quiere decir algo. Porque hay que decir que los libros de Benjamín son más cercanos al género epistolar que al literario o académico. Benjamín nos escribe una carta a los que de alguna manera hemos tenido la suerte de merodear su amistad. Sus paseos, a la brisa de Dios, le sugieren una palabra para los jóvenes de hoy tironeados por caballos que marchan en direcciones opuestas: ser rabiosamente del mundo tal cual es hoy, y ser enteramente de Dios. Benjamín les formula en dos líneas la imposibilidad de algunas costuras y la necesidad de odres nuevos para el vino nuevo. Todos -más los pobres- somos protagonistas en los libros de Benjamín. Mucho quiere decir a todos los que se conforman con un Dios menor y ascético.

Cuando llega la tercera fase, el libro está completo, pero no está guapo y peinado. Benjamín, pantalones y camisa de brocha gorda, tiene alma de artista, y por eso recoge a su criatura inacabada todavía y la va salpicando de citas al hilo, de metáforas casi imperceptibles, de lugares imprescindibles de la Escritura, de percepciones literarias, académicas o poéticas contemporáneas. En una palabra, Benjamín musicaliza su mensaje, y su prosa se avecina a la poesía. Para cada uno de los párrafos importantes del libro acuden poesías que escribió sin pensar en publicarlas. Le hace gracia que caigan también precisamente ahí, olvidando que el que las ha ido escribiendo dentro de él es el mismo que ahora se las muestra acudiendo puntuales y luminosas a la amplia y porticada Plaza Mayor, después de largos caminos por callejones retorcidos, dolorosos y empinados.

En la cuarta fase, se entra en una colaboración -como decía Ortega y Gasset- entre el que lee y el que es leído. Todo lector está siempre invitado a ello, pero en este libro más todavía. Porque Benjamín ha escrito un libro para buscadores de Dios, para aquellos y aquellas que se sienten empujados a saborear más y más su misterio, para los que giran y giran en torno a su proyecto, no para saberlo mejor, sino para dejarlo escribirse en el lienzo pequeño de sus vidas. Mucho de lo que puede aparecer como sabiduría o experiencia de Benjamín, ha sido antes recogido de otras personas que en sus muchas conversaciones, como Maestro, Espiritual, guía y Provincial, le confiaron sus caminos y encrucijadas. Otra forma de plagio.

Ahora ya está acabado el libro, al que incluyo entre los “minúsculos imprescindibles”. Diré por qué. Hay libros que se mueven eruditos y espléndidos por los “paisajes” (land-scape) de lo externo, visible y social, y hay otros, intimistas, devotos, poéticos o autobiográficos, que nos describen "paisajes interiores" de experiencias y personas (in-scape). El de Benjamín, no es ni lo uno ni lo otro, sino los dos paisajes a la vez y mutuamente exigidos. Gestado en los callejones de los Guandules, de Guachupita o los caminos de Gurabo, en sus encuentros con las gentes que buscan a Dios o con las que se distraen de él, en sus paseos por la naturaleza, en las fronteras sangrantes de Haití, en sus soledades acompañadas por su maestro, es todo intimidad y todo exterioridad; todo historia y todo vena y pulso personal. Su maestro Ignacio le fue enseñando a ser contemplativo en la acción. Así, toda la realidad se le convirtió en templo. Benjamín, al invitarnos a cada uno a subir al monte de la Transfiguración, sueña con que bajemos con su Maestro a las calles, más rutinarias y en cifra, de la cruz de lo cotidiano. Altura y bajeza del Señor que nos presenta. Él piensa que ha escrito un libro discreto en el que su pudorosa alma castellana quedaba en la penumbra; y, sin embargo, con Hopkins, nos ha regalado lo suyo que le posee:

“Éste es mi sitio, mi jardín de recreo;
para mí y para todos aquí es mi intimidad
toda mía y, sin embargo, abierta a todo observador”.

Abierta y regalada. Lee y medita este libro menudo y bueno. Déjale que “despliegue su energía en ti” (1 Tes 2,13)

José María Fernández-Martos, sj
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Noche avanzada
No alargo mis manos desnudas
para que consueles con monedas
mi indigencia,
ni en medio de la noche ciega
busco a tientas un apoyo,
ni palpo las paredes
para orientar mis pasos inseguros,
ni sumerjo en la oscuridad mis dedos
para santiguarme con certezas,
ni busco en la tiniebla un botón
que encienda luces, pantallas y presencias,
ni pretendo que me des tu mano
para que me alces ya
al otro lado de la orilla.

Yo sólo extiendo mis manos
urgidas desde dentro de infinito,
porque después de tantas firmas y saludos,
páginas, flores y fatigas,
se alargan más allá de todo
y más allá de mi estatura.
Todo lo encontrado
Se ha hecho en mí
una fuerza incontenible
de búsqueda absoluta
en el reposo sereno de mi espera.

(Benjamín González Buelta)

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