jueves, 18 de diciembre de 2008

Ana. Una historia de amor

"Amar a alguien es decirle: Tú no morirás" (Gabriel Marcel)

Hay historias de amor que conmueven por su lirismo, su belleza, su intensidad y... que conmocionan por su final trágico e inevitable.
Cuando nos asomamos a ellas, quisiéramos frenar ese hado obstinado y cruel, que se empeña en conducir a los personajes hacia la desdicha o la muerte, dando al traste con su felicidad y sus planes de un futuro común, unidas para siempre sus vidas en ese amor inmenso y eterno.
Tal es el caso de Romeo y Julieta. ¿Quién no hubiera querido sugerirle a Shakespeare que cambiara ese final tan desventurado y que la muerte de los jóvenes amantes fuera sólo aparente, con el único objetivo de engañar a los espectadores y dar emoción a la trama? ¿Quién no hubiera deseado que Julieta y Romeo, de repente, despertaran, y todo hubiera sido un mal sueño?
Tal es el caso de Ana y Javier.
Desde niños, Javier y Ana se amaron, y yo siempre la miré a ella con complacencia y aprobación. Me pareció, desde siempre, la mujer ideal para mi hermano: guapa, simpática, trabajadora, desenvuelta, respetuosa, leal... y profundamente enamorada de él. ¿Qué más se podía pedir?
Desde su infancia hasta que él, recién venido de "la mili" se decidiera, finalmente, a pedir la mano de Ana a su futuro suegro, hubo periodos de separación, enfados adolescentes y búsquedas de "otras posibilidades"... Pero cada vez que mi hermano consultaba nuestra opinión, en casa, sobre alguna posible "candidata", yo siempre sugería: "A mí, la que más me gusta para ti, es Ana". Mi madre, según creo, apoyaba mi opinión.
Y él, pasados los años, sucumbió a la evidencia de que estaban hechos el uno para el otro y de que el amor de la infancia no sólo no se había apagado sino que había crecido día tras día.
¡Y grande debió de ser aquel amor para darle el coraje suficiente como para ir a hablar con Bernardo en una noche de fútbol de no recuerdo qué año! Bernardo tenía fama de hombre muy serio y muy hosco. Pero mi hermano, con temor y temblor, pasó la prueba y comenzó su noviazgo con Ana, la deseada de toda su vida.
Hace ya muchos años de todo eso, y los recuerdos se van tornando borrosos y lejanos, pero creo que nunca he conocido a nadie tan enamorado como mi hermano. Tan enamorado y tan feliz.
Se casaron en primavera, y en su primera noche pusieron la semilla de una nueva vida. Pasado un mes y dos días del "acontecimiento", mi hermano me llamó para anunciármelo, con una alegría desmedida y desbordante, mientras Ana le regañaba al otro lado del teléfono, porque "todo el mundo va a pensar que el niño iba "encargado" antes de la boda"... Pero a él no le importaba. La felicidad no le cabía dentro y necesitaba contarlo para no sufrir un "colapso interior" por exceso de gozo.
Cuando fui a casa ese verano, él estaba esperándome en la parada del autobús y me alzó en volandas, dándome dos vueltas en el aire. Era un hombre fuerte y lleno de vitalidad. Parecía un hombre maduro, aunque tenía sólo veinticinco años casi recién cumplidos, y él, que tenía un talante más bien serio, desde hacía unos años reía a menudo como un niño.
En nuestros encuentros, aquellas vacaciones, a veces ellos nos contaban detalles de su vida conyugal, con pudor y con alegría, y todos participábamos de su dicha recién estrenada. Mi hermano se deshacía en atenciones con la futura mamá, y Ana le llamaba, cariñosamente, "tonto": "Se cree que nadie ha sido padre más que él en toda la historia de la humanidad..."

Su felicidad era tan grande que él, que no tenía miedo a nada ni a nadie, se vio presa, en alguna ocasión, de un sólo miedo: perderla. Y, a veces, estando juntos en su lecho nupcial, él bromeaba con la posibilidad de una fatal caída del tríptico de cabecera, que quizá les mandara a los dos "al otro barrio"...
Los presentimientos, a veces, se tornan reales. No sé de dónde brotan. Quizá del miedo a perder lo que más amamos. Pero el caso es que, en alguna ocasión, se materializan en forma de infortunio. El día de mi marcha, él se presentó en el autobús para despedirme. No le esperaba, porque era temprano y sabía que él estaría trabajando. Pero allí estaba, y yo le miré largo tiempo por el cristal, mientras me alejaba. Fue la última vez que lo vi con vida.
Era nuestro hermano mayor. Un joven de veinticinco años es, hoy, casi un adolescente, pero él era un hombre que se volvía niño por obra y gracia del amor. Aunque en el futuro llegue a ser anciana, siempre lo sentiré como "mi hermano mayor", cuya vida fue segada de raíz cuando apenas comenzaba, y en la plenitud de su felicidad.
Aquí quedaron Ana y el fruto de su amor, amor que todavía dura hoy. Ana sigue formando parte de nuestra vida como una hija para mis padres y como una hermana para nosotros. Y hoy, que es su fiesta de cumpleaños, quiero darle las gracias por todo el amor, la felicidad y la plenitud de sentido que le regaló a mi hermano.
Gracias a ella, aunque su vida fue breve, fue todo lo dichosa que una vida puede llegar a ser.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Sin palabras.
Gracias a las dos por ser parte de mí.

Anónimo dijo...

No he podido hacer a menos, antes de terminar la lectura en mis ojos se ha asomado una lágrima de alegria. Pues Ana se lo merece FELICIDADES a LAS DOS.
escritora y a la protagonista.

Anónimo dijo...

A mí también me deja sin palabras, y con un nudo en la garganta, esta gran historia...

Pufffff,¡cuántos sentimientos encontrados! Has hecho que me emocione con Ana, Javier y su ardiente amor.

Felicidades a Ana, por este nuevo año que acaba de cumplir, y a ti, Conchi, por escribir desde el alma y regalarnos esta bellísima narración.

Bendición.

Anónimo dijo...

Gracias,por recordarme que no fue un sueño.Pués tengo que refugiarme en mis recuerdos cuando la soledad y la tristeza me invaden.Gracias también a vosotras por ser parte de mí,espero poder seguir contando con vuestro apoyo.

Conchi pddm dijo...

No sólo con nuestro apoyo, sino con nuestro cariño, siempre.

Un beso