martes, 23 de diciembre de 2008

El nombre nuevo que Dios nos da

Hoy he estado en Madrid para dejar grabado el próximo programa de Antiguo Testamento en Radio María. Me toca el día 31 y estaré, si Dios quiere, en mi pueblo, para acompañar a mis padres en Nochevieja.
Esa preciosa noche, para mí la más hermosa del tiempo que nos toca vivir, me gustaba vivirla en comunidad, con mis hermanas, y con una hora previa de oración a la finalización del año. Cinco minutos antes de "las campanadas", todas salíamos del oratorio para desearnos feliz año nuevo y cantar villancicos.

Esa hora de adoración, de tiempo lento y silencioso en una de las noches más bulliciosas, era el momento para agradecer. Sobre todo, agradecer. Y para sentirnos más unidas que nunca al Cuerpo sufriente de Cristo, en todos los rincones de la tierra: quienes padecen guerra, hambrunas, enfermedades y todo tipo de dolencias. Tiempo para agradecer y para suplicar desde la comunión con la humanidad herida.

Desde hace años, no puedo gozar este momento de recogimiento e intimidad. Gozo, en compensación, de la presencia de mis padres, pero echo de menos este tiempo, para mí decisivo, en el que cerraba una etapa e inauguraba otra, tiempo-bisagra entre dos oportunidades: la que pasó, más o menos aprovechada, y la que se abre nueva.

En la grabación del programa me han acompañado mis amigas Mª Ángeles e Isabel, participantes en los grupos bíblicos a los que acudo en los últimos años. Hoy hemos comentado algunas de las lecturas veterotestamentarias que se proclaman en el tiempo de Navidad. Y entre esas lecturas está el precioso poema de Isaías 62,1-5:

Por amor de Sión no callaré,
por amor de Jerusalén no descansaré,
hasta que salga la aurora de su justicia
y su salvación llamee como antorcha.
Los pueblos verán tu justicia,
y los reyes, tu gloria;
te pondrán un nombre nuevo
pronunciado por la boca del Señor.
Serás corona fúlgida en la mano del Señor
y diadema real en la palma de tu Dios.

Ya no te llamarán “abandonada”,
ni a tu tierra “devastada”;
a ti te llamarán “Mi favorita”,
y a tu tierra “Desposada”;
porque el Señor te prefiere a ti
y tu tierra tendrá marido.
Como un joven se casa con su novia,
así te desposa el que te construyó;
la alegría que encuentra el marido con su esposa,
la encontrará tu Dios contigo.

Ese poema, escrito en el postexilio, quiere cantar la buena noticia de la reconstrucción de Jerusalén y del pueblo amado y elegido. Más que una reconstrucción es una re-creación en la que Dios le pone a Jerusalén un nombre nuevo.
Hasta ese momento, los enemigos llamaban a Jerusalén “devastada”, “abandonada”, “dejada de la mano de Dios”. Pero Dios cambia la suerte de su pueblo y llama a Jerusalén “mi favorita”, “desposada” y “preferida”.

Hace tiempo, Láutico, el hermano jesuita de una hermana nuestra, celebró con nosotras una Eucaristía la noche del último día del año y nos preguntó qué nombre le pondríamos al año que terminaba, según las experiencias vividas, y qué nombre desearíamos ponerle al año que entraba.

Lo cierto es que yo deseo un NOMBRE NUEVO. Y así se lo pido al Señor:

Tú, que me sondeas y me conoces,
que me has tejido en el seno materno
y me has alumbrado a la vida,
dame, en esta Navidad, un nombre nuevo,
el que has pensado para mí
desde toda la eternidad.
Hazme nacer de nuevo, Señor,
hazme niña, con la vida recién estrenada.

En Navidad, surge un nuevo día,
nos visita el Sol que nace de lo alto,
y una antorcha ilumina todas nuestras sendas.

Quiero recorrerlas con mi nombre nuevo
sellado en el corazón
y resplandeciente en mi rostro:
hija amada, hija agraciada,
sembradora de paz y bendición
por todos los caminos de la historia.

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