martes, 18 de septiembre de 2012

Agradeciendo el don de María

El misal de las Misas de la Virgen María, publicado en el año mariano de 1987, contiene una serie de plegarias eucarísticas que recorren la vida de María dando gracias a Dios por los diversos momentos en que María se hizo presente en la historia de la salvación junto a su Hijo.

He querido recoger y aunar unos fragmentos de esas plegarias para ayudarnos a orar a Dios, dando gracias por María, con las palabras que la Iglesia pone en nuestros labios.
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(María, la elegida de Dios) 
Te damos gracias, Señor, Padre Santo,
Dios, rico en misericordia,
porque has constituido a la dichosa Virgen María
cumbre de Israel y principio de la Iglesia,
para que todos los pueblos conozcan
que la salvación viene de Israel
y que la nueva familia brota del tronco elegido.

Ella, hija de Adán por su condición humana,
reparó con su inocencia la culpa del género humano.
Ella, descendiente de Abrahán por la fe,
concibió en su seno creyendo.
Ella es la vara de Jesé
que ha florecido en Jesucristo, Señor nuestro.



(María en la anunciación)

Te damos gracias, Señor,
porque la Virgen creyó el anuncio del ángel:
que Cristo, por obra del Espíritu Santo,
iba a hacerse hombre por salvar a los hombres,
y lo llevó en sus purísimas entrañas con amor.
Así, Dios cumplió sus promesas al pueblo de Israel,
y colmó de manera insospechada
la esperanza de los otros pueblos.



(María, en la visita a Isabel)

Te damos gracias, Señor,
por las palabras proféticas de Isabel,
quien, movida por el Espíritu Santo,
nos manifestó la grandeza
de la Virgen, Santa María.
Porque ella, por su fe en la salvación prometida,
es saludada como dichosa,
y, por su actitud de servicio,
es reconocida como Madre del Señor.
(María, en el Nacimiento de su Hijo)

Te damos gracias, Señor,
Porque, por un admirable misterio
y por un inefable designio,
la Santa Virgen concibió a tu Hijo Único
y llevó encerrado en sus entrañas al Señor del cielo.
La que no conoció varón es madre
y se alegra porque alumbró al Redentor,
porque para Dios nada hay imposible.



(María, en la Epifanía)

Te damos gracias, Señor,
porque por mediación de la Virgen María,
atraes a la fe del Evangelio
a todas las familias de los pueblos.
Los pastores, primicias de la Iglesia de Israel,
iluminados por su resplandor y advertidos por los ángeles,
reconocen a Cristo Salvador.

Pero también los magos,
primeros retoños de la Iglesia de los paganos,
impulsados por su gracia y guiados por la estrella,
entran en la humilde casa
y, hallando al Niño con su Madre,
lo adoran como Dios, lo proclaman como Rey
y lo confiesan como Redentor.

(María, en la Presentación del Señor)

Te damos gracias, Señor,
por María, la Virgen Hija de Sión,
que, cumpliendo la ley,
te presentó al Hijo en el templo,
gloria de tu pueblo Israel
y luz de las naciones.

Ésta es la Virgen puesta al servicio de la obra de la salvación,
que te ofrece el Cordero sin mancha
para ser inmolado en el ara de la cruz.

Ésta es la Virgen Madre,
gozosa en su descendencia bendita,
que sufre por la profecía del anciano Simeón,
pero se alegra por el pueblo que sale al encuentro del Salvador.
De este modo, Señor, disponiéndolo tú,
el mismo amor asocia al Hijo y a la Madre,
el mismo dolor los une
y una misma voluntad de agradarte los mueve.



(María, en la vida sencilla de Nazaret)

Te damos gracias, Señor,
porque María, en Nazaret, al recibir con fe el anuncio del ángel,
concibió en el tiempo como salvador y hermano para nosotros
a tu Hijo, engendrado desde toda la eternidad.

Allí, viviendo unida a su Hijo,
alentó los comienzos de la Iglesia,
ofreciéndonos un luminoso ejemplo de vida.

Allí, la Madre, hecha discípula del Hijo,
recibió las primicias del Evangelio,
conservándolas en el corazón y meditándolas en su mente.

Allí, María, unida a José, el hombre justo,
por un estrechísimo vínculo de amor,
te celebró con cánticos, te adoró en silencio,
te alabó con la vida y te glorificó con su trabajo.

(María, en las bodas de Caná)

Te damos gracias, Señor,
porque María, atenta con los nuevos esposos, rogó a tu Hijo
y mandó a los sirvientes cumplir sus mandatos:
las tinajas de aguas enrojecieron,
los comensales se alegraron
y aquel banquete nupcial simbolizó
el que Cristo ofrece a diario a su Iglesia.

Este signo maravilloso
anunció la llegada del tiempo mesiánico,
predijo la efusión del Espíritu de santidad,
y señaló de antemano la hora misteriosa
en la que Cristo se adornó a sí mismo
con la púrpura de la pasión
y entregó su vida en la cruz por su esposa, la Iglesia.

(María, discípula del Señor)

Te damos gracias, Señor,
por María, Madre de Cristo, nuestro Señor y Salvador,
quien con razón es proclamada dichosa,
porque mereció engendrar a tu Hijo
en sus entrañas purísimas.
Pero con mayor razón
es proclamada aún más dichosa,
porque, como discípula de la Palabra encarnada,
buscó solícita tu voluntad
y supo cumplirla fielmente.



(María, al pie de la cruz)

Te damos gracias, Señor,
porque, junto a la cruz de Jesús, se establece,
entre la Virgen y los fieles discípulos,
un fuerte vínculo de amor:
María es confiada como madre a los discípulos,
y éstos la reciben como herencia preciosa del Maestro.

Ella será para siempre la Madre de los creyentes,
que encontrarán en ella refugio seguro.
Ella ama al Hijo en los hijos,
y éstos, escuchando los consejos de la Madre,
cumplen las palabras del Maestro.



(María, en la resurrección)

Te damos gracias, Señor,
porque en la resurrección de Jesucristo, tu Hijo,
colmaste de alegría a la santísima Virgen
y premiaste maravillosamente su fe:
ella había concebido al Hijo creyendo,
y creyendo esperó su resurrección.

Fuerte en la fe, contempló de antemano
el día de la luz y de la vida,
en el que, desvanecida la noche de la muerte,
el mundo entero saltaría de gozo
y la Iglesia naciente, al ver de nuevo a su Señor inmortal,
se alegraría entusiasmada.



(María, en el Cenáculo)

Te damos gracias, Señor,
porque nos has dado en la Iglesia primitiva
un ejemplo de oración y de unidad admirables:
la Madre de Jesús, orando con los apóstoles.

La que esperó en oración la venida de Cristo
invoca al Defensor prometido con ruegos ardientes;
y quien en la encarnación de la Palabra
fue cubierta con la sombra del Espíritu,
de nuevo es colmada de gracia por el Don divino
en el nacimiento de tu nuevo pueblo.

Por eso la santísima Virgen María,
vigilante en la oración y fervorosa en la caridad,
es figura de la Iglesia
que, enriquecida con los dones del Espíritu
aguarda expectante la segunda venida de Cristo.

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