Como una lluvia torrencial con sol y arcoiris. Como olas de mar suaves y cálidas, que me bañan con intensidad y me envuelven con dulzura. Como un campo de trigo granado, mecido por el viento. Como una puesta de sol de colores entre nubes y montañas. Como agua de manantial que baja, fresca, hasta mis manos. Como el sonido de gotas de lluvia y el olor a tierra mojada que me impregna entera.
1.
Te doy gracias, buen Pastor. A tu
lado, nada me falta.
Me
alimentas y me das todo lo necesario para vivir.
Me
conduces hacia fuentes tranquilas y reparas mis fuerzas.
2.
Te doy gracias, Pastor y Guardián de
nuestras vidas,
que
velas siempre por nosotros, nos proteges y nos cuidas.
Aunque
camine por cañadas oscuras no tengo miedo a nada
porque
Tú estás conmigo.
3.
Te doy gracias, Pan de la
Vida. Tú calmas mi hambre
de
sentido, de felicidad, de Dios.
Tú
eres mi Dios vivo, y me llamas a vivir en abundancia.
4.
Te doy gracias, Maestro y Señor nuestro,
que
lavas los pies de tus discípulos,
enseñándoles
un nuevo modo de vivir, de pensar,
de
actuar y de amar, sirviendo desde la humildad y sencillez.
5.
Que yo me parezca a Ti, Señor
Eucarístico,
en
la entrega, en la compasión,
en
la solidaridad y el compartir,
en
el amor al Padre y a la humanidad entera,
con
tus mismas entrañas y tu mismo corazón.
Amén.
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Lucas
9,11b-17
11 En
aquel tiempo, Jesús se puso a hablar a la gente del Reino de Dios y curó a los
que lo necesitaban.
12 Pero
caía la tarde y los Doce se acercaron a decirle: «Despide a la gente para que
vayan a los pueblos y aldeas del contorno y busquen alojamiento y comida,
porque aquí estamos a descampado».
13 El
les dijo: «Dadles vosotros de comer.» Pero ellos respondieron: «No tenemos más
que cinco panes y dos peces; a no ser
que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente.»
14 Pues
había como 5.000 hombres.
El
dijo a sus discípulos: «Haced que se acomoden por grupos de unos cincuenta.»
15 Lo
hicieron así, e hicieron acomodarse a todos.
16 Tomó
entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo,
pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los
discípulos para que los fueran sirviendo a la gente.
17 Comieron
todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce
canastos.
Para celebrar la eucaristía dominical no basta
con seguir las normas prescritas o pronunciar las palabras obligadas. No basta
tampoco cantar, santiguarse o darnos la paz en el momento adecuado. Es muy
fácil asistir a misa y no celebrar nada en el corazón; oír las lecturas
correspondientes y no escuchar la voz de Dios; comulgar piadosamente sin
comulgar con Cristo; darnos la paz sin reconciliarnos con nadie. ¿Cómo vivir la
misa del domingo como una experiencia que renueve y fortalezca nuestra fe?
Para empezar, es necesario escuchar desde dentro
con atención y alegría la Palabra de Dios y, en concreto, el evangelio de
Jesús. Durante la semana hemos visto la televisión, hemos escuchado la radio y
hemos leído la prensa. Vivimos aturdidos por toda clase de mensajes, voces, ruidos,
noticias, información y publicidad. Necesitamos escuchar otra voz diferente que
nos cure por dentro.
Es un respiro escuchar las palabras directas y
sencillas de Jesús. Traen verdad a nuestra vida. Nos liberan de engaños, miedos
y egoísmos que nos hacen daño. Nos enseñan a vivir con más sencillez y
dignidad, con más sentido y esperanza. Es una suerte hacer el recorrido de la
vida guiados cada domingo por la luz del evangelio.
La plegaria eucarística constituye el momento
central. No nos podemos distraer. «Levantamos el corazón» para dar gracias a
Dios. Es bueno, es justo y necesario agradecer a Dios por la vida, por la
creación entera, por el regalo que es Jesucristo. La vida no es sólo trabajo,
esfuerzo y agitación. Es también celebración, acción de gracias y alabanza a
Dios. Es un respiro reunirnos cada domingo para sentir la vida como regalo y
dar gracias al Creador.
La comunión con Cristo es decisiva. Es el
momento de acoger a Jesús en nuestra vida para experimentarlo en nosotros, para
identificarnos con él y para dejarnos trabajar, consolar y fortalecer por su
Espíritu.
Todo esto no lo vivimos encerrados en nuestro
pequeño mundo. Cantamos juntos el Padrenuestro sintiéndonos hermanos de todos.
Le pedimos que a nadie le falte el pan ni el perdón. Nos damos la paz y la
buscamos para todos.
…………….
El
episodio de la multiplicación de los panes gozó de gran popularidad entre los
seguidores de Jesús. Todos los evangelistas lo recuerdan. Seguramente, les
conmovía pensar que aquel hombre de Dios se había preocupado de alimentar a una
muchedumbre que se había quedado sin lo necesario para comer.
Según
la versión de Juan, el primero que piensa en el hambre de aquel gentío que ha
acudido a escucharlo es Jesús. Esta gente necesita comer; hay que hacer algo
por ellos. Así era Jesús. Vivía pensando en las necesidades básicas del ser
humano.
Felipe le hace ver que no tienen dinero. Entre los discípulos, todos son
pobres: no pueden comprar pan para tantos. Jesús lo sabe. Los que tienen dinero
no resolverán nunca el problema del hambre en el mundo. Se necesita algo más
que dinero.
Jesús
les va a ayudar a vislumbrar un camino diferente. Antes que nada, es necesario
que nadie acapare lo suyo para sí mismo si hay otros que pasan hambre. Sus
discípulos tendrán que aprender a poner a disposición de los hambrientos lo que
tengan, aunque sólo sea «cinco panes de cebada y un par de peces».
La
actitud de Jesús es la más sencilla y humana que podemos imaginar. Pero, ¿quién
nos va enseñar a nosotros a compartir, si solo sabemos comprar? ¿quién nos va a
liberar de nuestra indiferencia ante los que mueren de hambre? ¿hay algo que
nos pueda hacer más humanos? ¿se producirá algún día ese “milagro” de la
solidaridad real entre todos?
Jesús
piensa en Dios. No es posible creer en él como Padre de todos, y vivir dejando
que sus hijos e hijas mueran de hambre. Por eso, toma los alimentos que han
recogido en el grupo, «levanta los ojos al cielo y dice la acción de gracias».
La Tierra y todo lo que nos alimenta lo hemos recibido de Dios. Es regalo del
Padre destinado a todos sus hijos e hijas. Si vivimos privando a otros de lo
que necesitan para vivir es que lo hemos olvidado. Es nuestro gran pecado
aunque casi nunca lo confesemos.
Al
compartir el pan de la eucaristía, los primeros cristianos se sentían
alimentados por Cristo resucitado, pero, al mismo tiempo, recordaban el gesto
de Jesús y compartían sus bienes con los más necesitados. Se sentían hermanos.
No habían olvidado todavía el Espíritu de Jesús.