Tengo mi cuarto lleno de libros. Libros que no leeré aunque viva diez vidas de cien años cada una. ¿Para qué tengo todos esos libros inundando mi paisaje, cubriéndose de polvo, haciendo pesada la estancia en la que habito? Poseo cosas que no me aprovechan. Lo que no me sirve me estorba, y tengo mi lugar lleno de estorbos que me impiden un respiro limpio, fresco, profundo.
Tengo mi cuarto lleno de cables y aparatos electrónicos. La belleza del silencio, del vacío, de lo natural no puebla mis espacios dotándoles de apacibilidad y libertad. Necesito que esa belleza me recuerde que la vida tiene peso por sí misma, en su desnudez tan vacía y tan llena. Lo que está lleno de un ruido incesante cae en la estrepitosa desesperación de la nada cuando el ruido cesa. Cuando agitada y compulsivamente busco llenar todos mis tiempos, sin pausa, llego a creerme que soy lo que me ocupa: las tareas que me llenan, las personas que me llenan, las palabras que me llenan… Pero todo eso está paradójicamente fuera de mí, aunque las que tocan el amor y el corazón aparentemente estén dentro, en el profundo centro. Cuando todo eso que me llena no está, puedo llegar a pensar, equivocadamente, que se me ha ido el sentido y el sostén de mis días.
El silencio es hermoso y necesario. La soledad es una soledad habitada. Los espacios vacíos hablan de cómo es mejor que camine el ser humano: libre y vacío, rico y consistente en la aparente pobreza y debilidad de la desposesión. Es ahí, en ese silencio, donde una descubre que no está hueca por dentro, y que todos los tesoros exteriores existen ya en un lugar del corazón.
Foto: MCMonroy |
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