(Al hilo de la lectura de "Oraciones judías", Anne Catherine Avril, Nicolás Darrical, Dominique de La Maisonneuve, Verbo Divino 1990)
Quiero expresar la gracia y la riqueza que ha supuesto para mí profundizar en la vida de oración del pueblo judío.
Me sobrecoge su bendición incesante, en todo tiempo, circunstancia y lugar. Es hermosa la vida puesta en presencia continua del Absoluto, reconociendo en Él la fuente de todo cuanto se tiene, en la gratuidad y con gratitud por los dones recibidos.

Me conmueve cómo, a lo largo de los siglos, muchos judíos han recitado el Shemá, Israel mientras eran conducidos a la muerte: “Poned estas palabras en vuestro corazón y en vuestra alma…”
Me gusta cómo todo el ser se hace oración. Los gestos, la postura del cuerpo, la música, la danza, el manto de oración, la Kipá, todo es válido para abrir las puertas de los sentidos de par en par y para que fluyan los sentimientos y poder “saborear a Dios, oír a Dios, sentir a Dios, ver a Dios y gozar con Dios”.
Aprendo de su oración de petición, siempre entrelazada con la bendición. No canalizan la petición hacia necesidades particulares porque les bastan los milagros permanentes de la vida y su Adonai no aparece reticente, como el que necesita dejarse convencer por nuestra palabra reclamadora.

Me emociona que la casa sea espacio sagrado y santuario donde celebrar, de forma entrañable, una liturgia familiar de bello simbolismo y hondo significado. ¡Qué distante de nuestras lúgubres y frías celebraciones!
Me estremece musitar el Gran Hallel y el Dayenú de la noche de Pascua. El recuento de todas las obras maravillosas de Dios en la historia de su pueblo, subrayadas por el repetitivo estribillo “porque es eterno su amor” y constatando que cualquiera de ellas hubiera bastado: “dayenú, dayenú, dayenú”.
Creo que tenemos mucho que aprender de este pueblo israelita.
Bendito seas, Adonai.
(Publicado por Lidia Troya Cáceres)