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sábado, 16 de noviembre de 2013

Verás madre, es que me gusta mirarte

Precioso escrito de mi siamesa, sobre mujeres. Bueno, sobre una mujer única.
"A veces quiero ser tus brazos fuertes con los que poder abarcarte, mas soy tan solo tu bastón olvidado sobre el brocal del pozo..."
Comparto esos sentires desde dentro, como escritos por mí.
Mi mirada es hoy la de mi hermana, y mi corazón escribe con sus dedos.


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Mujeres I

Verás madre, es que me gusta mirarte, desde siempre. Te miro desde el silencio, el tuyo y el mío, como una espectadora en mi butaca de cine, desde la abstracción y cierta perspectiva, como fuera de escena. Te miro como si fueses la única actriz sobre el escenario, en tu personal y acallada tragedia, en un desgarrador Cinco horas con Mario. Me sitúo al calor de la estufa, en el ángulo resguardado de la luz de la ventana, entre cierta penumbra acogedora y necesaria y la tímida luz de la tarde que resplandece sobre mis cabellos y perfila tu cuerpo cansado, en ese íntimo hueco que se crea en torno al fuego y que siempre me recuerda a tu regazo.

He aprendido a conocerte, eso de lo que siempre nos olvidamos los hijos para con los padres: conocerlos. Conocerse es sentirse.Te conozco porque te siento, porque a veces soy el aire que entra en tus pulmones en uno de tus suspiros, y ahí, desde dentro, te recorro. Soy tus piernas doloridas y tus huesos carcomidos. Soy muchas de tus canas. Soy tu dolor de madre. A veces quiero ser tu fuerza y tu coraje. Soy tus ojos rojos, a veces quisiera ser tu apretón de manos que hacía crujir las nuestras hasta hacernos llorar. A veces quiero ser tus brazos fuertes con los que poder abarcarte, mas soy tan solo tu bastón olvidado sobre el brocal del pozo.

Te pienso en tu niñez, aquella que estaba obligada a pasar deprisa para ser mujeres antes de tiempo. Te imagino pretendida por aquellos jóvenes de los que no sabías nada, y a los que tenías que dar un sí o un no sin haber sentido el roce de sus manos, sin apenas conocer el tono de su voz cuando estaban felices o enfadados. Qué mala suerte, madre, echar el amor a cara o cruz, como una moneda al aire. Nunca sabrás si hubieses sido más feliz si hubiese existido la opción de conocer, de besar, de pasear, de hablar, de reír, de llorar, de enfadarse, de reconciliarse... y la libertad de renunciar a tiempo si no lo sentías realmente compañero, pero aquello era deshonra, un hombre era para siempre. Te sé asustada ante el amor, paralizada frente al sexo por el recato y el pudor, negándote al deseo y a la entrega bajo la amenaza del padre, por aquello de guardar la honra... Creíste haber elegido bien, después de todo. Otras no tuvieron tanta suerte, has pensado siempre... Y, a pesar de tu buena suerte, siempre quisiste para tus hijos mucha mejor suerte. A cada uno le corrió su suerte, la que a veces es ineludible, como tu suerte.


martes, 11 de octubre de 2011

¿Hacemos las paces?

Termina un día largo y cansado, y quiero regalaros, y regalarme de nuevo, este hermoso escrito de mi hermana. Es un don, y una delicia, narrar la vida como acariciándola con palabras tan audaces y tan auténticas. Incluso si lo que se narra son sólo sucedáneos.
 

Esa era una frase muy común en la infancia, en mi infancia: ¿Hacemos las paces? Y hacer las paces significaba que el enfado se olvidaba, que esa soledad que conllevaba la enemistad pasajera y esa pequeña marea interior de desamparo por la pérdida de la amistad, de la complicidad y del dañado afecto, desaparecía ipso facto con solo asentir con la cabeza. Que todo tenía arreglo con ese humilde gesto afirmativo que admitía el deseo de paz; que había un borrón y cuenta nueva; que ya había de nuevo motivos para reír y jugar; que el mundo se había vuelto a recomponer. Y, ciertamente, recuerdo una agradable sensación de paz cuando hacíamos las paces, cuando a través de la persona que te importaba, y a la que demandabas esa alianza de paz, te reconciliabas de alguna manera con el mundo.

No estoy segura de si, con los años, se aprende a convivir en paz con el mundo, creo que más bien se trata de indiferencia, deliberada indolencia. Lo cierto es que, a pesar de que el mundo parece librar una batalla contra los seres que lo habitan, mis cuentas particulares están saldadas, y que con quien únicamente tengo necesidad de hacer las paces es conmigo misma. No traigo más luchas, me basta con ésa. Creo que llevo media vida (año arriba, año abajo) pidiéndome de vez en cuando hacer las paces.

El espíritu de superviviencia me ha llevado a encontrar muchos sucedáneos de paz: la escritura, escuchar música, la lectura, un paseo vespertino descalza por una playa, el deporte... Mantengo una alianza permanente con todos ellos; son el otro lado de la balanza. Pero hay dos cosas que me reconcilian especialmente con la vida: Mis hijas cuando duermen y la voz de mi hermana unida a la mía en una canción, esta última es una auténtica tabla de salvación... Es aquel gesto afirmativo que me devolvía la paz cuando era niña.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Retazos de mí... contados por mi siamesa (Maravillosa aprendiz de escritora)

El escrito que sigue no es mío.
Pero lo siento como mío.
Me ha parecido hermoso... y genial. Por eso os lo ofrezco aquí, por si aún no conocéis su blog.
El limonero está en el patio de mi casa. Es un arbolito que pasaría desapercibido para cualquiera, menos para alguien que sabe mirar y que rescata, con sus ojos luminosos, el sentido profundo de un objeto, convirtiéndolo en sujeto para otros: sujeto cuya presencia enraizada en la historia de una familia alegra sus tardes al sol.
Toda una tarea: educar la mirada, al estilo de Dios, cuyos ojos son "diez mil veces más brillantes que el sol, que observan todos los caminos y penetran los rincones más ocultos" (cf. Ben Sirá 23,19)
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El limonero



Al abrigo de una pared de cal descansa el limonero. Sus frondosas ramas se vencen hacia el suelo. Ramas desbordadas de hojas, acorazadas de espinos, plagadas de limones verdes como los berros, otros iniciando su metamorfosis a verde amarillento luminoso, otros convertidos ya en óvalos relucientes amarillo limón, con olor a deshielo, paladar agridulce de ceño fruncido.

Es el único superviviente a la helada de un mes de Marzo de no recuerdo qué año, que congeló la savia del joven cerezo y lo despojó de todas sus hojas, y de todas sus flores, esas que se abrían inocentes a las caricias del sol de una recién estrenada primavera y estranguladas con alevosía por un manto de escarcha, al encontrarlas dormidas, confiadas al despuntar el día. Él, que más que cerezo de un humilde patio empedrado, resplandecía como si fuese del Jerte, engalanado de colores hasta el copete, presuntuoso y coqueto, ahora quebrado, roto, seco, muerto.

Hoy, su lugar lo ocupa otro nuevo cerezo, que el ama cubre con una fina tela cada noche, con mimo, para que no se congele su savia ante el repentino frío, para que no se sienta abandonado por ese que lo acaricia con hilos de seda a la luz del día. Para que no le invada el miedo en las noches sin luna. Para que las gotas de rocío no se conviertan en puñales de hielo. Para que dormite tranquilo.

Él, el limonero, también parecía muerto... se quedó sin hojas, desierto, descolorido, mudo... El mismo motosierra que cercenó el cerezo a ras de suelo, seccionó impunemente una de sus ramas primero, tal vez con la esperanza de encontrar lo que encontró: la vida por dentro... Resguardada, tímida, fría como la muerte, la savia resbaló por la herida, furtiva lágrima dejándose caer por la mejilla con la esperanza de ser vista. "Niña, mira, el limonero no está seco. Mejor lo podo entero, a ver qué pasa". Y sólo dejó el tronco y seis o siete puntas desnudas que salían de él, mirando al cielo... Y pasó la primavera, y pasó el verano, y pasó el otoño, y el invierno, y llegó otra nueva primavera, y en sus frágiles ramas afloraban las hojas, pero no las flores, como el vientre de mujer estéril, que se vierte mes a mes sin ninguna esperanza de retener el cálido mar donde germina la vida... El limonero no daba limones, daba hojas y más hojas, y ramas y más ramas plagadas de espinos. Ahora era meramente ornamental en ese humilde escenario: un inmenso patio meticulosamente empedrado por un padre y un hijo, piedra sobre piedra, día tras día, hasta completar el petreo mosaico color piedra, enmarcado entre cuatro paredes de cal y tejas.Un hijo de ojos verdes,
verdes como la albahaca,
verdes como el trigo verde
y el verde, verde limón.
El padre, entonces, quería cortarlo... el hijo ya no estaba... nunca supo del limonero, nunca supo que varias piedras, de las que él porteó, colocó, martilleó y fijó sobre ese suelo, fueron arrancadas para sembrar un pequeño limonero. Un limonero que ya no daba limones, sólo hojas y más hojas, espinos y más espinos. La madre se negaba a cortarlo. A ella -más indulgente- no le importaban los limones, le gustaba cómo quedaba su limonero en el patio, si no daba limones qué más daba; daba armonía, daba color... en una palabra: Belleza. "No, el limonero no se corta".

Y el limonero no se cortó.Sentada en una vieja butaca de mimbre, al abrigo de una pared de cal, en la tranquilidad de esta soleada tarde de domingo otoñal, observo detenidamente al limonero, cuyas ramas se mecen tímidamente al vaivén de la brisa, y en ellas docenas de limones, verdes como los berros, amarilloverdosos, verdeamarillentos, amarillos como soles, con olor a deshielo, con sabor a tequila, con sabor a sal, con sabor agridulce que te hace fruncir el ceño, con sabor a supervivencia, con sabor a victoria.

Sí, ahí está, el testigo de nuestras vidas, el testigo de mi patio. El limonero.

viernes, 5 de octubre de 2007

A mi siamesa, pequeña escritora en germen

Cuando era niña, le robé "la libreta de la cuentas" a mi padre, una pequeña libreta en la que apuntaba entradas, salidas, compra de piensos, venta de animales... Se la cogí sin intención de robársela. La verdad es que ahora no me explico cómo pude hacerlo. Era un "documento" importante para él. Pero yo lo único que quería era JUGAR A SER ESCRITORA. Porque, lo curioso es que aún no sabía escribir. Arranqué las páginas de números, que estorbaban y desdecían en la edición que pensaba preparar, y comencé a rellenar las hojas trazando líneas y garabatos semejantes a la letra de algunos médicos que piensan que cuanto más ilegible, más inteligente... Era una forma de dibujar los párrafos de una posible novela escrita.
No os digo cómo se descubrió "el pastel" ni lo que sentí cuando mi padre se encaró conmigo, me tiró lenta y largamente de la oreja hasta ponérmela roja como un tomate, y me dijo que si volvía a mentir, "llamaría a la guardia civil" (lo de "mentir" era porque mil veces preguntó por su libreta, y mil veces yo me callé...; lo de la guardia civil ahora no viene al caso...).
La guardia civil me importaba bien poco. Me importó la confianza traicionada de mi padre. Pero eso ya es otra historia.
Pocos años más tarde, cuando ya sabía escribir "la o con un canuto y algo más", escribí mi primera "novelita". Otro motivo para avergonzarme, porque estaba escrita a imagen y semejanza de las novelas de Corín Tellado que venían en el Ariel, con olor a polvo inmaculado. Se la dejé a mis amigas y mis amigas, con una "envidiable discrección", se la pasaron al profesor de lengua, que me llamó la atención públicamente en clase. Yo tenía doce años. No recuerdo si me puse roja o blanca cuando me llamó a su mesa y me enseñó mis páginas... El caso es que, contra todo lo previsible, él sonreía con paciente bondad y me animó a seguir escribiendo. Al final, añadió: "Sólo que, si quieres escribir, te aconsejo que seas tú misma y que lo hagas siempre sobre cosas que conoces, que vives, que te hacen vibrar" (¡quién me iba a decir que el seco y "borde" de don Juan guardaba alguna semejanza con el profe del Club de los poetas muertos...!).
Han pasado los años y no soy escritora. Pero me sigue encantando escribir. Como al que le encanta ver cine, leer filosofía, viajar, jugar al ajedrez, coleccionar sellos o hacer deporte compulsivamente... Escribir no es algo que elijo. Es una necesidad que me elige.



Y creo entender que ESO MISMO ES LO QUE TE PASA A TI, mi querida siamesa. Escribir es re-crear, en el taller de la propia interioridad, la realidad vivida. Escribir es aplicar un photoshop de imaginación a lo prosaico. Escribir es rescatar la belleza de lo cotidiano y ofrecérsela a otro dibujada en palabras. Escribir es como pintar la realidad de colores o en blanco y negro, de forma abstracta, hiperrealista, impresionista o de otras mil maneras distintas. Y, se haga peor o mejor, para algunas personas es como respirar. ¿Alguien puede entender esto?
ME ENCANTA CÓMO RESCATAS Y RECREAS TÚ LA REALIDAD, desde los diálogos con Dios de "tu loca bajita", hasta el amor a "tu Felipe" del que dices que "sabe a licor de café" (¡!!! Cuando leí esto me pregunté a qué me sabe a mí Dios y las personas a las que amo. ¿LO ENTIENDE ÉL, "FELIPE", CUANDO LO LEE?).
No sé por qué recuerdo ahora la película "El piano". Ella era muda y la habían casado con alguien a quien no conocía y, por tanto, no podía amar aún. El marido trató de seducirla, de enamorarla, sin captar que la voz de ella, su lenguaje y su modo de comunicarse con el mundo exterior era... su piano, su música. Sólo quien "pilló" ese pequeño detalle pudo contactar con ella y tomar posesión de todos sus afectos.
¡Ah! Ya sé por qué me he acordado de El piano. Porque tu voz es escribir sobre lo más prosaico y cotidiano para convertirlo en extraordinario. Y si alguien quiere "feeling" contigo, tendrá que hacer un curso intensivo leyéndote desde enero hasta el presente e intentando escribirte en "tu idioma". O, al menos, susurando: "Sí, te entiendo. Créeme que te entiendo".