viernes, 21 de agosto de 2009

Las vacas no vuelan

Hace años, un conocido humorista español publicó un libro (malísimo, por cierto) titulado “Sufro bucho”, en el que parodiaba la actitud de quienes se obstinan en instalarse en sus desgracias, en sufrir y alardear de sufrir más que nadie, y echan la culpa a todo el mundo de sus vidas desgraciadas y arruinadas.

A lo largo de mi vida (que ya va siendo larga), he conocido a muchas de estas personas “sufridoras”. Personas, por ejemplo, que se sienten contrariadas porque el diagnóstico médico no ha sido tan terrible como ellas ansiosamente esperaban, lo que reforzaría aún más su asumido papel de víctima frente a familiares y amigos. Personas que guardan un resentimiento perpetuo hacia quienes, real o ilusoriamente, les jugaron una mala pasada hace veinte, treinta o cuarenta años, y viven “enganchados” a aquellos recuerdos sin elegir soltar ese lastre e intentar vivir de otra manera.
En una ocasión, viendo, con mi madre, un programa televisivo en el que se hablaba de la depresión, ella exclamó: “¡Depresión! ¡Vaya tontería! Por cualquier tontuna, la gente ya dice que tiene depresión. ¡Si hubieran vivido lo que yo, y a mí nunca me ha venido la depre!”. Intenté explicarle a mi madre que hay personas más débiles, que hay factores genéticos, que desconocemos los verdaderos problemas de la gente… Pero, respetando, por supuesto, a quien padece esa angustiosa enfermedad, también entendí a mi madre. Ella quería decir que hay diversos modos de afrontar la vida y que puedes elegir no dejarte aplastar por las heridas, e incluso puedes llegar a perdonar a tus verdugos…

Sin embargo, hay expertos en “el arte de amargarse la vida”. Parece que hubieran leído el famoso libro de Paul Watzlawich y hubieran aprendido todas las artimañas posibles para no salir del laberinto de a autocompasión. También contamos con verdaderos “adictos a la infelicidad” (recomiendo el libro de Martha Heineman Pieper y William J. Pieper, del mismo título), que nunca aceptarán que la vida les ha sonreído en algo.
Afortunadamente, tenemos ejemplos de personas que saben vivir desde lo positivo y reconocer, en todo, un regalo de Dios o de la vida providente. A propósito, conozco la curiosa historia de un rabino, amigo de un sacerdote católico. Ambos solían salir a pasear juntos y el rabino tenía la costumbre de bendecir siempre a Dios por todo. El sacerdote, harto ya de tal alarde de virtud, buscaba la ocasión en la que el rabino, por fin, se quejara de algo. Un día, paseando, un pájaro dejó caer su excremento sobre el ojo del rabino. Éste sacó su pañuelo, se limpió el ojo y suspiró: “¡Bendito seas, Señor, porque las vacas no vuelan!” (1).

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(1) Juan Manuel Martín Moreno, La Biblia, escuela de oración, Mensajero 2006, 155
Pierre Pradervand, El arte de bendecir, Sal Terrae 2000