martes, 6 de noviembre de 2007

"La rosa", una parábola de crecimiento y esperanza

Hoy, una amiga me ha enviado una "parabolilla", acompañada de una foto que ella misma hizo a la co-protagonista del relato en cuestión. La protagonista es la mujer llena de esperanza (o sea, mi amiga); la co-protagonista es la rosa, que cobra vida gracias a su espera y sus cuidados obstinados, contra todo lo razonable.

Aún no tengo su permiso (que presupongo; ¿verdad, amiga mía?), pero quiero traer aquí esta parábola porque la considero valiosa. Sobre todo, porque es metáfora de una superación y de una "resurrección" desde la esperanza en que nada está definitivamente perdido.

Cuando la he leído, he pensado irremediablemente en esa otra parábola de Jesús que nos cuenta Lucas (13, 6-9) sobre el dueño de una viña que quería cortar una higuera sin fruto, y sobre un viñador que intercedió por la higuera porque confiaba en que, si le daba tiempo y le prodigaba sus cuidados, la higuera volvería a ser fecunda.

En los últimos post de este blog, tres figuras se parecen mucho: mi amiga con su rosa, mi madre con su limonero, y Jesús con nosotros (higueras adormecidas que no siempre damos el mejor ni el mayor fruto posible). Su denominador común es el amor y la esperanza. Y ambas cosas posibilitan el resurgir de lo mejor de nosotros.
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La rosa
Frente a mi balcón hay una casita en la que vivían en verano un hombre muy viejo y una mujer también vieja. Él había nacido en el pueblo de al lado; ella, que aún vive, en Jamilena. Por la fachada de la casita trepan dos rosales y una parra. Una vez, hace ya unos tres o cuatro años, el hombre, que se llamaba Antonio, después de podar sus rosales, me dio un esqueje del que más me gustaba. Era una ramita miserable. La puse en un buen tiesto con buena tierra y la regué y cuidé lo mejor que supe. Dio hojas que luego se secaron, tenía brotes que luego no prosperaron, pero yo seguí con el esqueje. En invierno se le cayeron las hojas y parecía completamente seco. En la primavera brotó. Luego languideció. Mi abuela y mi tía, curtidas por la experiencia, empezaron a decirme que lo tirara, que no me empeñara. Además, un rosal en una maceta... Pero no quise tirar el esqueje. ¡Me resistía! Aunque una miseria, tenía vida, puesto que echaba unos brotes raquíticos y unas hojas endebles.

Pasaron un par de años y se hizo la jardinera que hoy precede la escalinata de entrada. Se me ocurrió poner ahí la ramita de rosal. La invadieron todas las plantas, la ocultaron las demás flores, pero no se moría. Este otoño, extraordinariamente, vi que las hojas le brotaban con vigor y muy buen color. Hace muy pocos días descubrí con una emoción indescriptible un capullo, ¡el primero!
Ahí está, mi rosa tenaz que quería vivir. Y yo tan contenta al ver su belleza que ha florecido, porque seguí regándola y cuidándola, confiando en que algún día llegaría a vivir.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Mi fidelidad a las pequeñas cosas dará frutos hermosos.

Anónimo dijo...

Seguro que sí.
A la cuidadora de la rosa le sucedió así.
Un abrazo