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jueves, 11 de octubre de 2007

Mt 3-4 - La voz bautizó a la Palabra

Leemos juntos la Biblia

Habla Judit: "Lo que he visto, he oído y han tocado mis manos
acerca del Verbo de la Vida"

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Yo lo miraba desde lejos, sumergido, como estaba, en el agua hasta la cintura, con los ojos cerrados y el rostro hacia el cielo. Después de que Juan acompañó su bautismo introduciéndole en el Jordán y pronunciando sobre Él las mismas palabras que había pronunciado sobre nosotros, se había apartado de Él como un tiro de piedra y lo miraba con una mezcla de asombro contenido, veneración y amor.


Y recordé cómo, al encontrarse, Juan balbuceó una queja ante Jesús, que el Maestro acalló con un leve movimiento de cabeza: "No, Juan. Conviene que se cumpla toda justicia".
-Pero, Jesús, ¿bautizarte yo a ti? Tú eres el Mesías, el Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo (1), ¡y vienes a mí para que te purifique en un agua que recibe de ti su pureza!
-Juan, bajemos juntos al río.
-¿Para qué quieres un bautismo en este río si dentro de ti brota un manantial que salta hasta la vida eterna (2), si el Espíritu está sobre ti, si su fuego divino te abrasa ya para que seas enteramente de Dios?
-Juan, baja conmigo al río.
-Si tuya es la sandalia, Señor, que no soy digno de desatar...

Y yo recordé aquel episodio del libro de Rut, que tanto nos gustaba a mi hermana Susana y a mí, y que nuestra madre nos contaba muchas veces, porque nosotras se lo pedíamos cuando caía la noche: "...entonces aquel pariente descalzó su sandalia y se la entregó a Booz diciéndole: Rut es tuya, adquiérela para ti. Y Booz se convirtió en su goel" (3).
Jesús era nuestro Goel, nuestro Redentor, nuestro "rescatador", nuestro esposo. Y Juan lo sabía. Pero no le valieron sus objeciones. Jesús era realmente tenaz... y Juan tuvo que bajar al río. Él sabía que era sólo "el amigo del novio" (4), que oye la voz del esposo y se alegra de que celebre su banquete de bodas, el día de la alegría de su corazón (5).

Juan era sólo una pequeña voz llamada ahora, incomprensiblemente, a bautizar a la Palabra, para que el agua en la que la humanidad entera habría de lavarse quedara santificada para siempre con su Persona y su presencia llenas de gracia y de verdad (6).

Yo miraba a Jesús desde lejos. No vi que los cielos se rasgaran, ni oí una voz semejante a un trueno. Vi a un hombre con el rostro sereno e iluminado, radiante, como el rostro de Moisés cuando bajaba del Horeb (7). Un hombre musitando un nombre nuevo para Dios: "Yo te bendigo, Abbá. Yo te bendigo" (8).

Cuando Jesús salió del agua, se acercó a Juan. Se despidieron con el beso de la paz y se puso en camino, con resolución, hacia el desierto de Judea. Entre los discípulos de Juan que estábamos allí, corrió la voz de que había ido al desierto para hacer penitencia y prepararse para una gran misión. Pero yo tenía la certeza de que Jesús no fue al desierto, sino que fue arrastrado allí por Alguien, por el Espíritu de Dios que había tomado posesión de cada fibra de su ser. Y me pareció que aquel hombre, sumergido en el agua, escuchó palabras inefables que ninguno de nosotros podíamos imaginar, y que necesitaba digerir esa noticia. Quizá la noticia de que no sólo era el Mesías esperado durante siglos, sino el Hijo amado del Padre, en quien Dios tenía puesta toda su complacencia (9).

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(1) Jn 1,29; 3,28 (2) Jn 7,38; 4,14 (3) Rut 4,8 (4) Jn 3,29 (5) Cant 3,11 (6) Jn 1,14 (7) Éx 34, 29-35 (8) Mc 14,36 (9) Mt 4,17