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miércoles, 28 de noviembre de 2012

María, fe y kénosis en el seguimiento de Jesús

El 11 de octubre dio comienzo, para toda la Iglesia, un año dedicado a la fe. Así lo ha querido el papa Benedicto XVI, conmemorando el 50 aniversario de la inauguración del concilio Vaticano II. La fe es apoyar nuestra vida, con total abandono y sin reservas, en Aquel que es nuestra Roca y cuya solidez nos sostiene. En Isaías 7,9, leemos esta famosa frase sobre la fe: “Si no creéis, no subsistiréis”. Alguien interpreta esa frase, partiendo del texto hebreo, del siguiente modo: “Si no os apoyáis en mí, no experimentaréis que sois sostenidos”. La experiencia de saberse en buenas manos, sostenido y cuidado en todo tiempo (como las aves del cielo y los lirios del campo, Mt 6,26-28) sólo puede saborearla quien corre el riesgo de apoyarse en Dios, el Dios Amor, Luz y Vida revelado en Cristo Jesús.

En la Escritura, encontramos una inmensa nube de testigos de la fe. El capítulo 11 de la carta a los Hebreos recorre la historia de la salvación en clave de personajes que destacaron por su fe, desde Abel hasta el mismo Jesús, “el que inicia y completa nuestra fe” (Heb 12, 2). De entre todos estos grandes creyentes bíblicos, hoy vamos a poner los ojos en María, madre y discípula del Señor.
Hay incontables libros hermosos sobre María, escritos desde el amor y una tierna devoción a la Madre de Dios. Yo quisiera invitar hoy a los lectores a escribir su propio libro sobre el camino de fe de María, bebiendo de las únicas fuentes en las que podemos seguir las huellas de esta joven mujer de Nazaret: los cuatro evangelios.
En realidad, la primera cita que hace alusión a María en el N.T., es el conocido pasaje de la carta a los Gálatas que habla de la encarnación del Hijo y de  nuestra filiación divina: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer…” (Gál 4,4). Es la colaboración de María en la obra de la salvación. Es María, corredentora de la humanidad. Es María, la hija amada del Padre que consintió que el Verbo tomara carne y cuerpo en sus entrañas. Es la Apóstol con una misión: alumbrar a su Hijo para la vida del mundo.
La alusión de Pablo nos conduce al evangelio de la infancia de Lucas (Lc 1-2). Quizá es este evangelista el que más nos ayuda a intuir el camino interior de María.
Contemplemos a María en el episodio de la Anunciación. ¿Hay algo más inesperado que el hecho de que Dios ponga sus ojos en una joven virgen de Nazaret? “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”, diría Natanael más adelante, haciéndose eco del sentir común de los judíos contemporáneos de Jesús (Jn 1,46). Pues precisamente allí donde no cabía esperar nada, en “la Galilea de los gentiles”, lejos del templo sagrado y de Jerusalén,  allí puso Dios los ojos para buscar a la mediadora de su salvación.
Esa mujer era virgen, incapaz, por tanto, de concebir la vida desde su condición virginal, al igual que tantas mujeres estériles de la historia de Israel, desde Sara, mujer de Abrahán, hasta la misma Isabel, madre de Juan. En esa misma línea de incapacidad, aunque por motivos diversos, se sitúa María. Pero Dios muestra, una vez más, a través de ella, que lo que es imposible para el ser humano es posible para Dios (Gn 18,14; Lc 1,37).
La irrupción del ángel en la vida de María y su saludo rebosan de gozo mesiánico: “¡Alégrate!” “¡Alégrate, hija de Sión!... El Señor, Rey de Israel, está en medio de ti!”, dirá el profeta Sofonías (3,14-15). “¡Llena de gracia!”… Y ella se preguntaba qué saludo era aquel. “¡El Señor está contigo!” Lo mismo que se les dijo a Moisés, Josué, Gedeón o los profetas antes de encargarles una misión de liberación (Éx 3,12; Jos 1,5; Jue 6,12; Jr 1,8.19). Pero ella se llenó de miedo y el ángel tuvo que disipar sus temores: “No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios”. La gracia es la huella del paso de Dios por el alma, que la renueva enteramente y la embellece imprimiendo en ella el amor inmenso y gratuito de Dios. Así lo canta la esposa del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, y así podría cantarlo también María:
“… ya bien puedes mirarme,
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste”.
O como reza el poema de Gabriela Mistral: “Si tú me miras, yo me vuelvo hermosa, como la hierba a que bajó el rocío…” Como el rocío, Dios ha descendido hasta María, le ha revelado su identidad más honda, y le ha encargado una misión: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande, se le llamará Hijo del Altísimo y el Señor le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin… El Espíritu Santo vendrá sobre ti.” 
Es misterioso cómo Jesús cumplió esta palabra de manera totalmente contraria a las expectativas humanas. Y María tuvo que purificar su fe y aprender a ser discípula compartiendo la kénosis de su hijo quien, “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos…” (Filp 2,6-7). Jesús fue grande haciéndose el último de todos y el servidor de todos (Lc 22,27). A Jesús le conocían como “el carpintero, el hijo de María”, y se escandalizaban de él (Mc 6,3). El reino de Jesús no era de este mundo y por eso fue asesinado por los jefes de este mundo (Jn 18,36)… ¡Qué paradójico fue todo! ¡Y qué fe necesitó María para pronunciar las mismas palabras que habían sido pronunciadas en el pasado por Abrahán, cuando Dios le pidió sacrificar a su hijo único, el amado (Gn 22,1), por Moisés, en el Horeb, ante la zarza ardiente (Éx 3,4), por Samuel, cuando escuchó su nombre en medio de la noche (1 Sam 3), o por Isaías, en la teofanía del templo (Is 6,8)…!: “Heme aquí”, “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

María, la humilde esclava del Señor, tuvo una fe tan grande como para conmover los cimientos de la historia desde la revolución silenciosa del amor en lo pequeño. En el anuncio del ángel lo que resuena, como voz de trompetas, son realidades importantes, relevantes, grandiosas… pero lo que María vio desde el principio fue el día a día en su insignificante aldea de Nazaret, su niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre, a las afueras de Belén, treinta años de vida escondida, irrelevante, como hijo de un simple carpintero, la muerte del hijo de sus entrañas en la cruz, como un malhechor, y un pequeño grupo de seguidores dispersos y paralizados por el miedo tras la crucifixión de su Maestro. Nada de tronos ni de reinos. Nada de poderío militar ni de relevancia social. Nada de triunfos ni de éxitos a nuestro estilo... Una vida escondida en lo pequeño y lo inadvertido, e incluso, en lo marginal.
Necesitó María mucha fe para recorrer todo ese camino. Y necesitó aprender, siguiendo las huellas de su Hijo, la difícil tarea del “descenso”. Todo cuanto vio, oyó y tocaron sus manos acerca del Verbo de la Vida, pasó por su corazón, una y otra vez, como repite Lucas en dos ocasiones: “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19.51). Por eso decimos que María es la mujer del silencio y de la escucha, de la obediencia (ob-audire significa escuchar con atención) y de la confianza. Por eso Isabel la ensalzó con esta bienaventuranza: “¡Feliz tú, porque has creído…!”. Y Jesús la alabó indirectamente con esta otra proclamación de felicidad: “¡Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!” (Lc 11,28).
Sigamos las huellas de la fe de María en la visitación, en la Natividad, en Jerusalén, en Caná, al pie de la cruz y en el Cenáculo… Y digamos nuestro sí al Padre como María, para consentir la obra de salvación del Espíritu a través de nosotros, orando con fe humilde: “Quiero lo que tú quieres, sin preguntarme si puedo, sin preguntarme si lo quiero, sin preguntarme si lo deseo.” (Madeleine Delbrêl)

Para el trabajo personal o de grupo

1. Pregúntate, para empezar, qué episodios de la vida de María conoces. Enúncialos por escrito. Si trabajáis en grupo, intentad recomponer el “evangelio de María” con lo que cada uno recuerda sobre ella. ¿Dónde situáis esos relatos? ¿A qué evangelio pertenecen?
2. ¿Qué se dice de María en esos pasajes? ¿Cómo la “retratan”? ¿Cuáles son los rasgos de su carácter? ¿Cómo es su relación con los otros y con Dios? ¿Cómo vive la historia de su pueblo?
3. ¿Qué palabras pronunciadas por María te llaman más la atención y por qué? ¿Por qué son significativas para tu vida creyente? ¿Qué te dicen a ti hoy?
4. Como es el Hijo, así es la madre. Como es el Maestro, así su discípula. Contempla a María a la luz del sermón del monte (Mt 5-7), que es uno de los textos que mejor describen a Jesús. ¿Cómo habrá vivido María las bienaventuranzas,  y el abandono en la providencia, y el amor a los enemigos…? ¿Cómo habrá rezado el Padre nuestro?…
5. Contempla a María como mujer orante. Reza, con ella, el Magnificat (Lc 1,46-55) y cae en la cuenta de la imagen-experiencia de Dios que tiene María. ¿Cómo nombra a Dios? ¿Con qué verbos describe lo que hace Dios con ella y con su pueblo? ¿Qué ejemplos de vida concretos y actuales conoces en los que el Magnificat de María se ha hecho realidad?
6. Compara el cántico de María con el cántico de Ana (1 Sam 2,1-10).
7. Compón tus propias letanías para orar dirigiéndote a María, según la experiencia y la percepción que tienes de ella. Dile cosas que te salgan del corazón. María, mujer llena de Espíritu, ruega por nosotros; María, mujer de la escucha atenta y de la alabanza gozosa, ruega por nosotros…
8. Lectura recomendada: Javier Garrido, El camino de María, Sal Terrae 2007.

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(Publicado en la revista Cooperador Paulino. Comunicación social y pastoral).
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domingo, 14 de octubre de 2012

Judit y el Dios de los humildes


“12 Todas las mujeres de Israel acudieron para verla y la bendecían danzando en coro. Judit tomaba tirsos con la mano y los distribuía entre las mujeres que estaban a su lado. 13 Ellas y sus acompañantes se coronaron con coronas de olivo; después, dirigiendo el coro de las mujeres, se puso danzando a la cabeza de todo el pueblo. La seguían los hombres de Israel, armados de sus armas, llevando coronas y cantando himnos. 14 Judit entonó, en medio de todo Israel, este himno de acción de gracias y todo el pueblo repetía sus alabanzas:

16 1 ¡Alabad a mi Dios con tamboriles,
elevad cantos al Señor con címbalos,
ofrecedle los acordes de un salmo de alabanza,
ensalzad e invocad su Nombre!

2 Porque el Señor es un Dios quebrantador de guerras,        
porque en sus campos, en medio de su pueblo,        
me arrancó de la mano de mis perseguidores.

3 Vinieron los asirios de los montes del norte,        
vinieron con tropa innumerable;        
su muchedumbre obstruía los torrentes,        
y sus caballos cubrían las colinas.
4 Hablaba de incendiar mis tierras,        
de pasar mis jóvenes a espada,        
de estrellar contra el suelo a los lactantes,        
de entregar como botín a mis niños        
y de dar como presa a mis doncellas.

5 El Señor Omnipotente        
por mano de mujer los anuló.

El contexto de Judit: la amenaza de un pueblo opresor

Queremos acercarnos hoy a la figura de una mujer bíblica introducidos por esta escena vibrante y llena de gozo, en la que un grupo de mujeres, con Judit a la cabeza, va entonando un salmo de alabanza para festejar su victoria sobre el enemigo, como ya hiciera María cantando y danzando tras el paso del mar Rojo (Éx 15,20-21). El salmo, del que hemos seleccionado solo los primeros versículos, resume la tragedia de un pueblo pequeño y débil amenazado de exterminio por una superpotencia opresora, y la gozosa experiencia de verse liberados por su Dios.
Recordemos brevemente la composición del libro de Judit. El libro está dividido en dos secciones: los capítulos 1 al 7 presentan a los protagonistas y ambientan con todo detalle el drama del pueblo judío asediado en la ciudad de Betulia por el poderoso ejército de Holofernes. Los capítulos 8 al 16 narran la intervención de Judit y la victoria de los israelitas “por mano de mujer”.
La trama comienza con la presentación de Nabucodonosor, “rey de los asirios en Nínive” (ya sabemos, por la historia, que Nabuco fue rey de Babilonia…), que decide hacerle la guerra al rey de Media e invita a participar en ella a los pueblos del contorno. Éstos no acuden a su convocatoria, de modo que Nabucodonosor realiza la guerra solo, vence a su enemigo (1,13-16) y decide llevar a cabo una campaña militar absolutamente destructiva contra sus vecinos, en venganza por desatender su llamada. Desde el primer momento, el narrador nos deja claro el orgullo y prepotencia del rey Asirio. Orgullo compartido por su general, Holofernes, quien, valiéndose de un ejército “tan numeroso como la langosta y como la arena de la tierra” (2,20), pasa “devastando”, “arrasando”, “incendiando” y “exterminando” (2,23-28), hasta lograr la rendición y vasallaje de todos sus vecinos. Todos, menos uno: el pequeño e insignificante pueblo de Israel, adorador del “Dios del cielo”. Enfurecido e indignado por la resistencia de ese ridículo enemigo, Holofernes rodea Betulia y planea vencerles sin entablar batalla, tan solo asediando la ciudad y cerrando el paso a las fuentes de agua. El salmo canta el plan terrible del enemigo: estrellar contra el suelo a los niños de pecho, violar a las mujeres o tomarlas como esclavas sexuales, asesinar a los jóvenes, incendiar las cosechas… Destruirlo todo y a todos de raíz. Nada distinto de lo que se sigue haciendo hoy en las docenas de conflictos bélicos de todo el mundo. Pero no sabía Holofernes que el Dios quebrantador de guerras saldría a rescatar a sus pequeños.
Después de treinta y cuatro días cercados por el ejército asirio, el pueblo, desfallecido de hambre y sed, “clamó a grandes voces” y reclamó a los dirigentes de la ciudad la rendición. “Seremos sus esclavos pero salvaremos la vida…”, dicen los hombres de Betulia (7,27). La situación nos recuerda la de los israelitas que claman en el desierto y piden retornar a las hoyas de Egipto… Entonces los ancianos decidieron esperar cinco días más para ver si, en ese plazo, Dios hacía algo.
Y es en este momento, en el que el pueblo clama desde el fondo de su desesperación, cuando surge y se eleva la figura de una mujer, Judit, una joven viuda, rica, hermosa y temerosa de Dios, dispuesta a “hacer algo que se transmitirá de generación en generación” (8,32). El capítulo 8 nos describe a Judit y su situación vital: viuda desde hacía tres años, permanecía en su casa desde la muerte de su marido, ceñida de sayal y vestida de viuda, y llevando una vida austera de ayunos y oración. Con todo, no resulta una figura sombría. En las fiestas de Israel, Judit sabe participar del regocijo de los suyos (8,6).

Judit, una mujer que oración y acción

Un dato llama la atención en la presentación de la protagonista Judit: ella se había hecho construir un ático en la terraza de su casa. Y dice Juan Manuel Martín Moreno al respecto: “Desde allí podía contemplar el cielo y las estrellas, pero también podía contemplar las calles de su ciudad y los sufrimientos de sus gentes (…). En su sabiduría, Judit creó un espacio de libertad donde mantener un contacto íntimo con Dios. Y desde esta atalaya, desde este pequeño espacio liberado y liberador, fue capaz de percibir los peligros reales de su gente y sacarla de su desesperación y derrota. En esos momentos de oración, recibió la inspiración para determinar la estrategia a seguir y la increíble fuerza para entrar en la boca del lobo y meterse en la misma tienda del general Holofernes y cortar su cabeza.
Al final de la historia, Judit, “la judía”, consigue liberar a su pueblo de aquel Hitler cruel que amenazaba con el genocidio de su pueblo. Judit no se limitó a orar en su oratorio sino que arriesgó su vida en el intento, superando todos sus miedos”.

Judit no es la única mujer que, en la Biblia, pospone la salvagurada de su propia vida por el bien de su pueblo. Ester también se expuso ante el voluble y caprichoso rey Asuero. Tampoco es el único personaje que lucha desde la desproporción de la fuerza, desde una evidente debilidad frente a un enemigo imponente: el niño David luchó contra Goliat, Yael acabó con Sísara, Gedeón luchó contra miles él solo acompañado por su escudero… En Judit volvió a hacerse realidad la Palabra de Dios que nos promete que, en nuestra debilidad, triunfa su fuerza (cf. 2 Co 12,9-10).
Ésta es, en resumen, la historia de Judit, mujer llena de sabiduría, inteligencia y bondad (8,29), mujer que creyó en el poder de Dios para salvar a su pueblo a su modo y en su tiempo, y colaboró con él incluso poniendo en peligro su vida. De ella tenemos mucho que aprender. Por ejemplo, su capacidad de estar continuamente conectada con Dios, con “la mente de Dios” (cf. 8,12-17), con su modo de actuar y sus designios, lo que la hacía más sagaz que los ancianos y más sensible a la desdicha de su prójimo. Judit fue puente, mediadora y madre de Israel. Su fuerza le venía de Dios. No permaneció instalada en la seguridad de su estatus. Bajó de su seguridad, entró en el peligro de la mano de su Dios, destruyó al opresor, consoló a su pueblo… “y ya nadie atemorizo a los israelitas mientras vivió Judit ni en mucho tiempo después de su muerte” (16,25).

Para la reflexión personal

1. ¿Vivimos con los ojos y los oídos abiertos al “clamor” de quienes nos rodean? ¿Conocemos nuestra situación social? ¿Somos conscientes de las situaciones desesperadas de tanta gente, sobre todo en la crisis económica que atraviesa nuestro país? ¿Meditamos y decidimos, en nuestro ático interior, en sintonía con Dios, qué podemos hacer nosotros?
2. Lee atentamente el libro de Judit y toma nota de sus protagonistas y de los rasgos que les caracterizan.
3. Junto al conflicto militar, en el libro se descubre un conflicto religioso: ¿quién es “el dios” de Holofernes y cómo pretende imponerlo a los pueblos vencidos? ¿Descubres algún paralelismo con la situación socio-religiosa actual?
4. Fíjate en las oraciones de Judit de los capítulos 9 y 16. ¿Qué imagen de Dios nos transmiten? ¿Son oraciones de acción de gracias, de alabanza, de súplica? ¿Cómo transforma la oración a la orante Judit de cara a actuar como actúa Dios?
5. Puedes profundizar en el libro de Judit ayudándote de la lectura de Emiliano Jiménez Hernández, Judit, prodigio de belleza, San Pablo 2005.
6. A partir de esta Palabra de Dios, escribe tu propia oración.

Oramos el Nombre de Dios

Saborea en tus labios y en tu corazón los Nombres de Dios que sugiere el libro de Judit. Y mientras los pronuncias y los rumias en tu interior, exprésale tu confianza en sus designios de vida, y tu disponibilidad a colaborar con Él a través de tu acción (Jud 8,17.35):

Dios de los humildes,
Defensor de los pequeños,
Apoyo de los débiles,
Refugio de los desvalidos,
Salvador de los desesperados,
Señor de los cielos y la tierra,
Dios de toda fuerza y poder,
que abates la soberbia y la altanería,
Señor, quebrantador de guerras…
no hay otro Dios fuera de Ti.

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(Publicado en la revista Cooperador Paulino).

viernes, 5 de octubre de 2012

Tobías, un elogio de la vida familiar


Dios me ha enviado para curarte a ti y a tu nuera Sara. Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que están siempre presentes y tienen entrada en la Gloria del Señor. Se turbaron ambos y cayeron sobre sus rostros, llenos de terror. Pero él les dijo: “No tengáis miedo. La paz sea con vosotros. Bendecid a Dios por siempre... y confesad a Dios” (Tob 12, 14-17.20)

Un libro muy actual

Hace años, en mi primera lectura continua de toda la Biblia, me topé con un libro desconocido para mí hasta entonces, del que sólo tenía pocas referencias (la aparición, en él, del ángel Rafael, por ejemplo) y que me dejó absolutamente encantada. Se trata del libro de Tobías. Este libro es una novela sapiencial, escrita hace unos veintidós siglos, pero que resulta muy actual, por muchos motivos, sea cual sea el enfoque desde el que decidamos aproximarnos a ella. El hecho es que este libro, más allá de su valor literario y narrativo, presenta personajes que son modelos ejemplares para nosotros hoy: ¿Cómo ha de vivir su fe un creyente en un medio hostil? ¿Cómo afrontar la desgracia y las contrariedades de la vida desde Dios? ¿Qué espiritualidad y qué valores son fundamentales en la vida de un creyente? ¿Qué valores son irrenunciables en la vida familiar y hacen de la familia el lugar-hogar privilegiado para el crecimiento y la felicidad?
El libro de Tobías ilumina todas estas preguntas a través de la historia de dos familias emparentadas: la de Tobit y Ana, y la de Ragüel y Ebna. En un momento dado, Dios hará, por medio de su ángel, que sus vidas se crucen, que sus hijos únicos se casen y que allí donde la desdicha se había cebado en los personajes, la confianza, el amor y la sanación de Dios tengan la última palabra.

Dos familias ejemplares

Como hemos dicho, el libro de Tobías resulta tremendamente actual bajo muchos aspectos. En primer lugar, ofrece un modelo de familia ejemplar que viene bien para los tiempos que corren.  Conocemos las estadísticas: tres de cada cuatro matrimonios terminan en divorcio. Frecuentemente asistimos a episodios de violencia familiar. Conocemos situaciones de malos tratos de padres a hijos y viceversa. Sabemos que la autoridad paterna y materna está socavada, y que la falta de respeto, de cariño y de cuidado mutuo están al orden del día. Desde este prisma, la familia de Tobit es un ejemplo edificante que nos da luz para cuidar lo que más nos importa en la vida: las personas a las que amamos.

Fijémonos, por ejemplo, en el “testamento espiritual” de Tobit que aparece en el capítulo 4. En él queda reflejado cómo entiende Tobit la vida y las relaciones de familia, y cómo desea que su hijo viva desde sus mismos valores: “… Honra a tu madre y no le des un disgusto en todos los días de su vida; haz lo que le agrade y no le causes tristeza por ningún motivo. Acuérdate, hijo, de que ella pasó muchos trabajos por ti cuando te llevaba en su seno. Y cuando ella muera, sepúltala junto a mí, en el mismo sepulcro” (4,3-4). Me gustaría que muchos padres hablaran así a sus hijos. En estas palabras, Tobit expresa el amor a su mujer más allá de la muerte. Ni siquiera la muerte les podrá separar. Descansarán juntos en el mismo sepulcro familiar. A Tobías le pide que trate a su madre con respeto y movido por la gratitud, rasgos que no caracterizan precisamente  a los exigentes niños y jóvenes de hoy, que actúan como si todo les fuera debido.

El segundo consejo de Tobit a su hijo es que “se acuerde  del Señor” siempre. Es decir, que ore en todo momento y que sea una persona justa en todo. En estas recomendaciones de Tobit a su hijo adquiere especial relevancia la práctica de la limosna (1,3.16; 4,7.16; 9,6; 12,8-9). Se trata de compartir los bienes que Dios quiere que sean para todos: el pan para saciar el hambre y la ropa para evitar el frío (1,17; 4,16). Es indudable que el libro de Tobit interpela a los cristianos con la fuerza de su radicalidad, similar a la de la parábola de Mateo 25,35: “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber;... estaba desnudo y me vestiste”.
Otro rasgo ejemplar de estos personajes es la oración constante, en toda circunstancia (4,19). La oración está continuamente presente en el libro. No se entiende la vida sin oración de bendición al Dios compasivo que nos cura y pone alegría en nuestra vida (8,5.15-17; 10,14; 11,14-15; 12,6.17.18.20; 13,1).
El amor maternal, desgarrado por la ausencia del hijo, es narrado de forma conmovedora en las escenas de la partida y del regreso de Tobías. La escena del regreso nos recuerda el entrañable encuentro entre el padre y el hijo pródigo de Lc 15,20. ¿Quién sabe si Jesús no tomó como ejemplo de ese padre misericordioso a Ana, la madre de Tobías?
El amor esponsal tiene su prototipo en Tobías y Sara. De Tobías se dice que “se enamoró de tal modo que se le apegó el corazón a ella” (6,19). Lo que pide Tobías, en la oración de la noche de bodas es “llegar juntos a su ancianidad” (8,7), y lo que Edna le recomienda a su yerno es que guarde a su hija y “no le cause tristeza todos los días de su vida” (10,13). O, dicho de otro modo, que él sea la causa de la alegría y felicidad de su hija.

Como vemos, Tobit es un libro interpelante para toda la familia: para los abuelos, que tienen en Débora, abuela de Tobit, a la “patrona” de su tarea educativa hacia los nietos (cf. 1,8); para los hijos, que pueden aprender de Tobías y Sara a ser para sus padres “bastón de su mano, que siempre va y viene con ellos” y  “luz de sus ojos” (5,18; 11,13); para los padres, que encuentran en Tobit y Ana un modelo de integridad, piedad, justicia y solidaridad; para los suegros, que tienen en Ecna y Ragüel un modelo de apoyo, cariño y amor paternal a nueras y yernos; para los esposos, que pueden, con el ejemplo de Tobías y Sara, sentirse animados a reavivar el amor primero, enamorarse de nuevo y renovar su promesa de fidelidad para siempre. Y cantar, quizá, con Alberto Cortéz, maravilloso poeta y cantautor contemporáneo: “Como el primer día, eres el velero, el timón y el viento de mi travesía… Como el primer día, te sigo queriendo”.

Para personalizar el libro de Tobías

1. Haz una lectura pausada y atenta del libro de Tobías, tomando nota de los personajes y de aquello que más te llame la atención en el libro: frases especialmente significativas, cosas que no entiendas, preguntas que te suscite...
2. Débora es un personaje secundario pero importante en la obra. Gracias a ella y a sus enseñanzas, su nieto Tobit crece siendo un hombre justo, íntegro y fiel a Dios. Débora es el prototipo de “abuela evangelizadora”. ¿Qué te dice a ti este personaje? ¿Cómo podemos realizar con nuestros hijos y nietos, de un modo creativo y eficaz, la tarea de transmitir la fe y los valores en los que creemos y que constituyen el pilar de nuestra vida?
3. Tobías da testimonio público de su fe a través de las obras, lo que le cuesta ser despojado de sus bienes y la persecución a muerte. ¿Cómo das testimonio de tu fe en Jesús?
4. Observa las oración de Tobit y de Sara en el capítulo 3: las dos comienzan con una alabanza o una bendición a Dios y siguen con unas súplicas. Por otra parte, la oración de Tobit no es individual, sino que integra en ella la historia de su pueblo. Es una oración “eclesial”. ¿Cómo es tu oración? ¿Cómo te diriges a Dios? ¿Oras en todo tiempo, en la necesidad y en la prosperidad, en la tristeza y en el gozo...? ¿Tu oración es individualista o llevas siempre en el corazón las necesidades de la Iglesia, de la sociedad y del mundo entero?
5. En el capítulo 4, Tobit le trasmite a su hijo, en forma de consejos, las profundas convicciones que han alimentado su vida. Escribe tu “testamento espiritual” para tus hijos o parientes cercanos. ¿Qué valores, deseos, credo... les transmitirías en él?
6. Dios envía a su ángel para ayudar-curar a Tobit y a Sara. Haz memoria de los “ángeles” que Dios te ha enviado a lo largo de la vida como compañeros sanadores y pregúntate a quién eres enviado tú para llevar la sanación de Dios.


Oración

Oh Dios, que eres Amor fecundo y Manantial de vida inagotable,
te doy gracias por el don inestimable de mi familia.
Gracias, Señor, por el amor con que uniste a mis padres
y por el amor con que me engendraron.
Gracias por sus cuidados y desvelos,
gracias por su paciencia y sacrificios,
gracias por la fecundidad de su unión,
gracias por su ejemplo y enseñanzas,
gracias por la fe que me han mostrado.
Hago memoria de su justicia y su bondad
y, con gozo, te canto agradecida.

Gracias por el compañero/a de mi vida,
gracias por ponerle como un sello sobre mi corazón,
gracias por la bendición y el milagro de mis hijos,
gracias por la fortaleza en la adversidad
y por la fidelidad en la tentación.

Ayúdame a cuidar el mejor tesoro que me has dado: mi familia.
Ayúdanos a orar juntos y a hacer de nuestra casa
la morada de nuestro Dios.
Ayúdanos a amarnos mutuamente como tú nos amas
y que el ejemplo de nuestra comunión resplandezca
como una antorcha para el mundo. Amén

lunes, 18 de junio de 2012

Rut, la amiga fiel


Noemí y Rut en Moab
En nuestras Biblias, encontramos el libro de Rut inmediatamente después del libro de los Jueces, entre los libros que tradicionalmente denominamos “históricos”. Y es que el primer versículo de este precioso librito del Antiguo Testamento comienza situando la narración, cronológicamente, “en los días en que gobernaban los jueces”. Tenemos, por tanto, un marco cronológico y un doble marco espacial para nuestra historia: Belén de Judá y Moab (1,2). Y tenemos también, inicialmente, un  protagonista masculino, Elimélec, cuyo nombre es toda una confesión de fe, pues significa “mi Dios es rey” (cf. Jue 8,23; 1 Sam 8). Los significados de los nombres son, en el libro de Rut, una guía o timón que nos conduce por la trama del relato e ilumina su sentido. Pues bien, Elimélec, como tantas personas a lo largo de la historia hasta hoy, tiene que emigrar con su mujer,  Noemí, y sus hijos, Majlón y Quilión, a Moab a causa de la escasez y penuria de su país. Allí se establecieron y sus hijos se casaron con mujeres moabitas. Este dato llama la atención porque, en general, los israelitas despreciaban a los paganos y les consideraban gentuza indeseable por estar excluidos de la alianza. Expresión de este rechazo es la prohibición de los matrimonios mixtos (cf. Dt 7,3; Esd 9-10; Neh 13,23-29).

Noemí con Rut y Orfá (Chagall, 1960)
La narración es ágil, y en dos versículos se nos dibuja el cambio de suerte que sufrió esta familia en pocos años. Elimélec murió y también murieron sus hijos, cuyos nombres ya presagiaban el infortunio (“debilidad” y “destrucción”). Así quedó sola Noemí, con la única compañía de sus dos nueras extranjeras, Orfá y Rut.
Entonces sucede algo que propicia el nuevo cambio de suerte de la que ha quedado como protagonista del relato, Noemí: en los campos de Moab había oído que “Dios había visitado a su pueblo y le daba pan”. No oye que la crisis económica ha remitido, que ha habido buenas cosechas o que Belén vuelve a ser “la casa del pan”, sino que Dios es fiel a la alianza con su pueblo, lo visita, lo cuida y le da de comer. 

Pero antes de regresar a Belén, la sabia anciana Noemí no desea pedirles a sus nueras que se aventuren con ella en un futuro más que incierto, abocadas a la extrema pobreza, como toda viuda sin hijos varones en el mundo antiguo. Por ello, Noemí les pide que vuelvan a su casa materna y rehagan su vida. Las dos mujeres aman a Noemí y se resisten a ello, pero finalmente Orfá (cuyo nombre significa “espalda”) se vuelve a su casa, mientras Rut, la amiga, la compañera, pronuncia estas bellas palabras tan conocidas, expresión inigualable de alianza y de amistad, sellada con un juramento solemne ante Dios: 

“No insistas en que te abandone 
y me separe de ti, 
porque adonde tú vayas, yo iré, 
donde tú vivas, viviré. 
Tu pueblo será mi pueblo 
y tu Dios será mi Dios. 
Donde tú mueras moriré 
y allí seré enterrada…”  
(1,16-17a). 

“La amistad de Rut es la conciencia de que alguien que no tiene que ocuparse de nosotros –ninguna expectativa social lo exige, ningún lazo de sangre lo demanda-, se ocupará de hecho de nosotros hasta el final. Gratuitamente.”, dice Joan Chittister.

Noemí y Rut en Belén

De este modo, las dos mujeres se pusieron en camino y llegaron a Belén. Allí, unas mujeres sirven de testigos del regreso de la dulce Noemí, convertida ahora en Mara, “la amarga”, porque se fue “colmada” y “vacía” la devuelve Yahveh a su tierra.
En este punto, me gustaría que cayéramos en la cuenta del modelo de Dios que motiva la queja de Noemí: la mano de ese dios ha caído sobre ella, la ha llenado de amargura, la ha dejado vacía y la ha hecho desdichada. Es la misma imagen de Dios que delata el lamento amargo de Job (Job 7,12-20; 13,20-27…)
Pero el autor del libro se va a encargar de desmentir esa falsa imagen de Dios. El Dios del libro de Rut no es aquel que descarga su pesada mano sobre ti, sino aquel “bajo cuyas alas puedes refugiarte” (2,12). Se trata de una imagen femenina de Dios, materna, que evoca seguridad, protección y cuidado. En el evangelio, Jesús se presenta a sí mismo con la imagen de la gallina que quiere reunir a sus polluelos bajo sus alas (cf. Lc 13,34). Junto a esto, el Dios de Rut es aquel que “levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre” (1 Sam 2,8), y “a los hambrientos los colma de bienes” (Lc 1,53). Precisamente el nombre Rut tiene otro significado, además de “amiga”: “saciada”, “colmada”, que hace alusión a lo que Dios va a hacer con estas dos mujeres.

Cuando Noemí y Rut llegan juntas a Belén, Rut se pone a espigar en un campo, es decir, a recoger las espigas que iban dejando los espigadores, como hacían los pobres asistidos por la Ley de Israel (Lv 19,9s; 23,22; Dt 24,19). Y “quiso la suerte” (la amorosa providencia de Dios) que aquel campo fuera el de Booz, un pariente acomodado de Elimélec quien, informado de la identidad de Rut, inmediatamente le cobra estima por su fidelidad a Noemí, le da de comer hasta saciarse y favorece que aquel día Rut pudiese llevar a casa una sobreabundante cosecha de cebada, bien colmada.
Cuando Rut llegó ante su suegra, Noemí bendijo a Dios que pone los ojos en los pobres y no deja de mostrar su bondad para con todos. Dios se revela ahora como el bondadoso, el “goel” de su pueblo, el Redentor, y le pone delante a Noemí al mediador de esa protección suya: Booz. Este hombre fuerte (eso significa su nombre), habrá de ser su goel, aquel que tiene el encargo legal de rescatar y defender a la familia, ejerciendo la solidaridad y protección de los miembros más necesitados. 

En el capítulo 3 del libro, Noemí traza un plan para que Rut seduzca a Booz en la noche, al final de la fiesta de la recolección de la cebada. Y es en aquella noche, cuando Booz se transformó en las alas de refugio de Dios para Noemí y Rut, las tomó a su cargo y se convirtió en su goel. De modo que cuando Booz desposó a Rut ante los ancianos y todo el pueblo, toda la gente bendijo a Rut diciendo: “Que el Señor haga que la mujer que entra en tu casa sea como Raquel y como Lía, las dos que edificaron la casa de Israel”… Y cuando Rut dio a luz a Obed, las mujeres dijeron a Noemí: “Él será el consuelo de tu alma y el apoyo de tu ancianidad, porque lo ha dado a luz tu nuera que tanto te quiere y que es para ti mejor que siete hijos”.

Rut, con su amor fiel, hizo saltar por los aires los prejuicios excluyentes del pueblo elegido de Dios mostrando que todo aquel que ama pertenece a esa familia.
“Una lección hermosa para Israel. Una ocasión de reflexión para nosotros, los hijos de una cultura en que la fidelidad está deteriorada. Una llamada apremiante a descubrir ese valor que nos hace tan parecidos a Dios mismo porque nos hace ofrecer a los otros lo que él mismo nos ofrece: una roca sólida donde apoyarnos, unas alas bajo las que podemos sentirnos seguros” (Dolores Aleixandre).

Para la reflexión personal y de grupo:
  1. Haz una lectura atenta del libro de Rut y cae en la cuenta del contraste de situaciones negativas y positivas que aparecen. ¿Qué o quiénes propician el paso de una situación a otra?
  2. Toma nota de los nombres de Dios presentes en el libro. ¿Qué imagen de Dios tiene Noemí, al comenzar la historia, y cómo revela Dios mismo otro Rostro suyo bien diferente, a través de sus cuidados y sus mediaciones providentes?
  3. Cuenta, con tus palabras (y/o escribe) la historia de Noemí y Rut. Ponle el título que consideres más adecuado. ¿Te parece una historia actual? ¿Qué es lo más valioso que has aprendido de esta historia de amistad entre mujeres, de solidaridad familiar, de inclusión, de providencia y de esperanza?
  4. ¿Tienes experiencia de haberte encontrado con alguna Rut o a algún Booz a lo largo de tu vida? ¿Eres tú un apoyo fiel, gratuito y disponible permanentemente para otros?
  5. ¿Qué cuestiones para la reflexión y el debate en grupo puede suscitar el libro de Rut? Te propongo una: la aparente ausencia de Dios en un mundo secular y su visibilidad en las mediaciones providentes.

Oramos, a partir del libro de Rut, al Dios bajo cuyas alas encontramos refugio (Salmo 36, 6-11 y 17, 8)

6 Tu amor, Señor, llega hasta el cielo,
tu fidelidad alcanza las nubes,
7 tu justicia es como las altas montañas,
tus sentencias son profundas como el océano.

Tú proteges a hombres y animales,
8 ¡qué admirable es tu amor, oh Dios!
Por eso los seres humanos
se cobijan a la sombra de tus alas:
9 se sacian de los bienes de tu casa,
les das a beber del torrente de tus delicias,
10 pues en Ti está la fuente viva,
y, en tu Luz, vemos la luz.

11 No dejes de amar a los que te conocen,
de ser fiel con los rectos de corazón.
8 Guárdanos como a las niñas de tus ojos,
a la sombra de tus alas escóndenos.

Bibliografía:
- C. Mesters – I. Storniolo, Historias de Rut, Judit y Ester. Introducción a los tres libros del Antiguo Testamento, San Pablo 1996
- Dolores Aleixandre y Juan José Bartolomé, La fe de los grandes creyentes, Madrid 2004, 39-43
- Joan D. Chittister, La amistad femenina. La tradición oculta de la Biblia, Sal Terrae 2007, 77-83
- José Vilchez, Rut y Ester, Verbo Divino 1998

jueves, 12 de abril de 2012

María Magdalena, apóstol de los apóstoles


María Magdalena de Tiziano
Si buscamos en internet imágenes de María Magdalena (hagamos el experimento), encontraremos numerosas obras de pintores clásicos que nos ofrecen una versión muy alejada de la tradición evangélica y, por el contrario, muy próxima a la idea que la mayor parte de las personas tienen de esta mujer. María Magdalena suele representarse como una mujer joven y hermosa, de largos cabellos, en ocasiones semidesnuda, con un frasco de perfume en sus manos y en actitud penitente. Puesto que ésta es la idea común, tampoco el cine es ajeno a la presentación distorsionada y errónea de este personaje, que es identificado, en la famosa “Pasión” de Mel Gibson, con la mujer adúltera de Juan 8,1-11, y en el Jesús de Zeffirelli, con la pecadora pública de Lucas 7,36-50.
¿Es eso lo que los evangelios nos dicen sobre María Magdalena? ¿Es eso lo que la liturgia de la Iglesia, en la memoria de esta discípula de Jesús, nos transmite sobre ella en sus lecturas y oraciones?
Vamos a intentar conocer mejor a María de la mano de los textos bíblicos y litúrgicos para llegar, por medio de ella, a rozar la experiencia del Resucitado, y a proclamar, como ella, llenos de alegría pascual: “¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!”

María Magdalena en los sinópticos

Marcos nos habla por primera vez de María Magdalena al final de su evangelio: “Había también unas mujeres mirando de lejos, entre ellas, María Magdalena, María, la madre de Santiago el Menor y de Joset, y Salomé, que le seguían y le servían cuando estaba en Galilea, y muchas otras que habían subido con él a Jerusalén” (15,40). Es impresionante este dato en contraste con lo que Marcos nos ha dicho en 14,50, en el relato de Getsemaní: “Y abandonándole, huyeron todos”. Todos, menos las discípulas que le habían seguido desde Galilea y habían subido con él a Jerusalén. Entre esas mujeres fieles y valientes destaca María Magdalena, que se fija en dónde es depositado el cuerpo del Señor y acude allí el primer día de la semana, muy de madrugada, a ungirle, junto a otras dos mujeres. Pero el final de Marcos es desconcertante: un joven vestido con una túnica blanca les anuncia que Jesús de Nazaret ha resucitado y les encarga decir a los discípulos y a Pedro: “Irá delante de vosotros a Galilea, allí le veréis, como os dijo”. Mas ellas, “no dijeron nada a nadie porque tenían miedo” (Mc 16,1-8). Así nos deja el evangelista, con incertidumbre y quizá llenos de preguntas respecto a estas mujeres aterrorizadas y silenciosas, hasta que otro redactor añade al evangelio un final más acorde a los datos de las otras tradiciones evangélicas.
Mateo sigue a Marcos en su presentación de María (aunque con variantes). Nos la presenta junto a la cruz, “mirando de lejos”, vigilando dónde es sepultado Jesús, y recibiendo el encargo del ángel, en la mañana del primer día de la semana: “Id enseguida a decir a los discípulos: Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis” (Mt 28,7). Y ellas corrieron, llenas de gozo, a dar la noticia a los discípulos. Por el camino, Jesús les salió al encuentro y les dio el mismo encargo: “No tengáis miedo. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”.
Lucas difiere de Marcos y Mateo respecto al papel de las mujeres en los relatos de resurrección: ellas reciben la noticia de los ángeles de que Jesús “está vivo” (Lc 24,5), pero no reciben el encargo de anunciarlo. Sin embargo, ellas van a decirlo a los Once y a los demás, que no las creen y consideran que sus palabras son desatinos. Lucas, a diferencia de Mc y Mt, no presenta a María como primer testigo de la resurrección, pero nos aporta un dato hasta ahora desconocido: “… [a Jesús] le acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios…” (Lc 8,2). Mucho han dado qué hablar los demonios de María. No podemos detenernos a explicar en qué consisten los fenómenos de posesión que aparecen en los evangelios. Lo que sí es evidente es que nada tienen que ver con el adulterio, la prostitución, u otro tipo de pecado sexual. María era una mujer muy enferma que había sido sanada por Jesús. Y esa experiencia hizo de ella no sólo una discípula fiel, sino una figura tipo de la “Iglesia esposa”, tal y como veremos en el evangelio de Juan.

María Magdalena, imagen de la Iglesia esposa

Noli mi tangere, de Correggio
Tanto en la liturgia de las horas como en las oraciones y antífonas de la Eucaristía de la memoria de María Magdalena, que la tradición celebra el 22 de julio, la Iglesia acude al evangelio de Juan para decirnos quién es María: la que, el primer día de la semana fue al sepulcro, al amanecer, cuando todavía estaba oscuro; aquella cuyo corazón ardía en deseos de ver a su Señor y no lo encontraba; la que escuchó la voz de Jesús diciéndole: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?” (Jn 20,15); la que escuchó su nombre de labios de su Maestro y fue enviada a sus hermanos.
Muchos comentarios subrayan que el encuentro de María con el Resucitado tiene como trasfondo referencias al Cantar de los Cantares. “A medida que avanza la narración, va apareciendo que el sepulcro no es tal, es más bien un lecho nupcial. En efecto, Cristo ha sido ungido por sus amigos con cien libras de mirra y áloe, los perfumes del esposo del Salmo 45 y los del Cantar (4,14-15). Estos aromas se usaban para perfumar la alcoba (Prov 7,17), y no para embalsamar un cadáver. Por otra parte, la búsqueda de la mujer nos recuerda la de la novia del Cantar, corriendo por calles y plazas (Cant 3,2). La Magdalena, una vez que le descubre, quiere llevárselo, lo agarra, al igual que la del Cantar quiere retener a su Amado y conducirlo a la casa de su madre (Can 3,4)…” (Secundino Castro).

El descendimiento de la Cruz (¿Guido Reni?). María, preparada con los perfumes para ungir su cuerpo, besa su mano.
El simbolismo esponsal nos habla de una relación especial entre María Magdalena y Jesús. Una relación que fue deformada y tergiversada, a lo largo de los siglos, por uno u otro extremo: la literatura gnóstica del s.II convirtió a María en “la compañera de Jesús”, a la que Él “amaba más que al resto” (evangelio de Felipe), mientras que una parte de la tradición eclesiástica occidental la identificó con la pecadora de Lc 7,37-50. Sin embargo, otra parte de esa misma tradición la elogió reconociéndola “apóstol para los apóstoles” (Rabano Mauro, s.IX). El mismo santo Tomás de Aquino la proclama “Apostolorum Apostola”. Y es que “Cristo le confió, antes que a nadie, la misión de anunciar a los suyos la alegría pascual” (oración de la memoria).

En este tiempo de Pascua, recorramos el itinerario de fe y amor de María Magdalena: dejémonos liberar de nuestras opresiones y “demonios” por Jesús; sigamos las huellas de nuestro Maestro de Galilea a Jerusalén; permanezcamos junto a su cruz; que nuestro corazón enamorado no se resigne a que la muerte nos lo arrebate; que nuestra fe pueda reconocer su voz y lo abrace, que nuestros ojos lo vean y nuestros labios anuncien a todos “lo que hemos visto y oído y han tocado nuestras manos” acerca del Señor Crucificado y Resucitado.

* Para la reflexión personal

1. A menudo se confunde a María Magdalena con la pecadora pública de Lc 7,36-50, con la adúltera de Jn 8,1-11 y con las mujeres que ungen a Jesús en Betania (Mc 14,3-9; Mt 26,6-13; Jn 12,1-8). Lee atentamente esos textos y date cuenta de sus semejanzas y diferencias, así como de la identidad de las mujeres que allí aparecen. ¿Quiénes son? ¿Cómo se llaman?
2. Busca los pasajes del evangelio que mencionan explícitamente a María. ¿Qué dicen de ella? ¿En qué aspectos de su persona los testimonios son unánimes? ¿Qué no dicen de ella?
3. ¿Has experimentado, como María, que Jesús te ha liberado de muchos “demonios”? Nombra esas experiencias y agradece, una vez más, la sanación.
4. El Señor Resucitado seca tus lágrimas, pronuncia tu nombre, enciende tu esperanza y te envía a anunciarlo. ¿Cómo realizas esta misión en tu vida cotidiana? ¿Anuncias, con el amor y la fe de María Magdalena: “He visto al Señor”?
María Magdalena a los pies del Resucitado
 
Para orar: Anuncio de María Magdalena

Escuchad, no estéis ya con las puertas cerradas,
que no os aprisionen más la duda y el miedo.
No ha vencido la muerte al que es la Vida.
El sepulcro está vacío, ¡ha resucitado!

Aquel que nos ama sigue aquí, con nosotros.
Ha secado mis lágrimas al nacer la mañana.
Fui de noche a la tumba, dando tumbos y a oscuras,
y me llenó de luz el rostro con una palabra suya.

Me lo decía el corazón, que no podía estar muerto,
y, en el huerto, mi nombre resonó en su garganta.
Se me quitó la losa de su ausencia que oprimía mi vida
y corrí a abrazarlo, a llenar de besos sus pies atravesados.

Rabbuní, en mi angustia madrugué para buscarte.
Te encontré, te agarré y no te soltaré, Maestro mío.
Quédate con nosotros, camina a nuestro lado para siempre.
Danos suficiente amor para cambiar el mundo a tu manera.

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* Bibliografía:


- Isabel Gómez Acebo (eds), María Magdalena. De apóstol a prostituta y amante, DDB 2007
- Régis Burnet, María Magdalena. De pecadora arrepentida a esposa de Jesús. Historia de la recepción de una figura bíblica, DDB 2006

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Conchi López, pddm
Publicado en la revista de comunicación social y pastoral "Cooperador Paulino", nº 161, abril-junio 2012