miércoles, 28 de noviembre de 2012

María, fe y kénosis en el seguimiento de Jesús

El 11 de octubre dio comienzo, para toda la Iglesia, un año dedicado a la fe. Así lo ha querido el papa Benedicto XVI, conmemorando el 50 aniversario de la inauguración del concilio Vaticano II. La fe es apoyar nuestra vida, con total abandono y sin reservas, en Aquel que es nuestra Roca y cuya solidez nos sostiene. En Isaías 7,9, leemos esta famosa frase sobre la fe: “Si no creéis, no subsistiréis”. Alguien interpreta esa frase, partiendo del texto hebreo, del siguiente modo: “Si no os apoyáis en mí, no experimentaréis que sois sostenidos”. La experiencia de saberse en buenas manos, sostenido y cuidado en todo tiempo (como las aves del cielo y los lirios del campo, Mt 6,26-28) sólo puede saborearla quien corre el riesgo de apoyarse en Dios, el Dios Amor, Luz y Vida revelado en Cristo Jesús.

En la Escritura, encontramos una inmensa nube de testigos de la fe. El capítulo 11 de la carta a los Hebreos recorre la historia de la salvación en clave de personajes que destacaron por su fe, desde Abel hasta el mismo Jesús, “el que inicia y completa nuestra fe” (Heb 12, 2). De entre todos estos grandes creyentes bíblicos, hoy vamos a poner los ojos en María, madre y discípula del Señor.
Hay incontables libros hermosos sobre María, escritos desde el amor y una tierna devoción a la Madre de Dios. Yo quisiera invitar hoy a los lectores a escribir su propio libro sobre el camino de fe de María, bebiendo de las únicas fuentes en las que podemos seguir las huellas de esta joven mujer de Nazaret: los cuatro evangelios.
En realidad, la primera cita que hace alusión a María en el N.T., es el conocido pasaje de la carta a los Gálatas que habla de la encarnación del Hijo y de  nuestra filiación divina: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer…” (Gál 4,4). Es la colaboración de María en la obra de la salvación. Es María, corredentora de la humanidad. Es María, la hija amada del Padre que consintió que el Verbo tomara carne y cuerpo en sus entrañas. Es la Apóstol con una misión: alumbrar a su Hijo para la vida del mundo.
La alusión de Pablo nos conduce al evangelio de la infancia de Lucas (Lc 1-2). Quizá es este evangelista el que más nos ayuda a intuir el camino interior de María.
Contemplemos a María en el episodio de la Anunciación. ¿Hay algo más inesperado que el hecho de que Dios ponga sus ojos en una joven virgen de Nazaret? “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”, diría Natanael más adelante, haciéndose eco del sentir común de los judíos contemporáneos de Jesús (Jn 1,46). Pues precisamente allí donde no cabía esperar nada, en “la Galilea de los gentiles”, lejos del templo sagrado y de Jerusalén,  allí puso Dios los ojos para buscar a la mediadora de su salvación.
Esa mujer era virgen, incapaz, por tanto, de concebir la vida desde su condición virginal, al igual que tantas mujeres estériles de la historia de Israel, desde Sara, mujer de Abrahán, hasta la misma Isabel, madre de Juan. En esa misma línea de incapacidad, aunque por motivos diversos, se sitúa María. Pero Dios muestra, una vez más, a través de ella, que lo que es imposible para el ser humano es posible para Dios (Gn 18,14; Lc 1,37).
La irrupción del ángel en la vida de María y su saludo rebosan de gozo mesiánico: “¡Alégrate!” “¡Alégrate, hija de Sión!... El Señor, Rey de Israel, está en medio de ti!”, dirá el profeta Sofonías (3,14-15). “¡Llena de gracia!”… Y ella se preguntaba qué saludo era aquel. “¡El Señor está contigo!” Lo mismo que se les dijo a Moisés, Josué, Gedeón o los profetas antes de encargarles una misión de liberación (Éx 3,12; Jos 1,5; Jue 6,12; Jr 1,8.19). Pero ella se llenó de miedo y el ángel tuvo que disipar sus temores: “No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios”. La gracia es la huella del paso de Dios por el alma, que la renueva enteramente y la embellece imprimiendo en ella el amor inmenso y gratuito de Dios. Así lo canta la esposa del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, y así podría cantarlo también María:
“… ya bien puedes mirarme,
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste”.
O como reza el poema de Gabriela Mistral: “Si tú me miras, yo me vuelvo hermosa, como la hierba a que bajó el rocío…” Como el rocío, Dios ha descendido hasta María, le ha revelado su identidad más honda, y le ha encargado una misión: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande, se le llamará Hijo del Altísimo y el Señor le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin… El Espíritu Santo vendrá sobre ti.” 
Es misterioso cómo Jesús cumplió esta palabra de manera totalmente contraria a las expectativas humanas. Y María tuvo que purificar su fe y aprender a ser discípula compartiendo la kénosis de su hijo quien, “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos…” (Filp 2,6-7). Jesús fue grande haciéndose el último de todos y el servidor de todos (Lc 22,27). A Jesús le conocían como “el carpintero, el hijo de María”, y se escandalizaban de él (Mc 6,3). El reino de Jesús no era de este mundo y por eso fue asesinado por los jefes de este mundo (Jn 18,36)… ¡Qué paradójico fue todo! ¡Y qué fe necesitó María para pronunciar las mismas palabras que habían sido pronunciadas en el pasado por Abrahán, cuando Dios le pidió sacrificar a su hijo único, el amado (Gn 22,1), por Moisés, en el Horeb, ante la zarza ardiente (Éx 3,4), por Samuel, cuando escuchó su nombre en medio de la noche (1 Sam 3), o por Isaías, en la teofanía del templo (Is 6,8)…!: “Heme aquí”, “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

María, la humilde esclava del Señor, tuvo una fe tan grande como para conmover los cimientos de la historia desde la revolución silenciosa del amor en lo pequeño. En el anuncio del ángel lo que resuena, como voz de trompetas, son realidades importantes, relevantes, grandiosas… pero lo que María vio desde el principio fue el día a día en su insignificante aldea de Nazaret, su niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre, a las afueras de Belén, treinta años de vida escondida, irrelevante, como hijo de un simple carpintero, la muerte del hijo de sus entrañas en la cruz, como un malhechor, y un pequeño grupo de seguidores dispersos y paralizados por el miedo tras la crucifixión de su Maestro. Nada de tronos ni de reinos. Nada de poderío militar ni de relevancia social. Nada de triunfos ni de éxitos a nuestro estilo... Una vida escondida en lo pequeño y lo inadvertido, e incluso, en lo marginal.
Necesitó María mucha fe para recorrer todo ese camino. Y necesitó aprender, siguiendo las huellas de su Hijo, la difícil tarea del “descenso”. Todo cuanto vio, oyó y tocaron sus manos acerca del Verbo de la Vida, pasó por su corazón, una y otra vez, como repite Lucas en dos ocasiones: “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19.51). Por eso decimos que María es la mujer del silencio y de la escucha, de la obediencia (ob-audire significa escuchar con atención) y de la confianza. Por eso Isabel la ensalzó con esta bienaventuranza: “¡Feliz tú, porque has creído…!”. Y Jesús la alabó indirectamente con esta otra proclamación de felicidad: “¡Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!” (Lc 11,28).
Sigamos las huellas de la fe de María en la visitación, en la Natividad, en Jerusalén, en Caná, al pie de la cruz y en el Cenáculo… Y digamos nuestro sí al Padre como María, para consentir la obra de salvación del Espíritu a través de nosotros, orando con fe humilde: “Quiero lo que tú quieres, sin preguntarme si puedo, sin preguntarme si lo quiero, sin preguntarme si lo deseo.” (Madeleine Delbrêl)

Para el trabajo personal o de grupo

1. Pregúntate, para empezar, qué episodios de la vida de María conoces. Enúncialos por escrito. Si trabajáis en grupo, intentad recomponer el “evangelio de María” con lo que cada uno recuerda sobre ella. ¿Dónde situáis esos relatos? ¿A qué evangelio pertenecen?
2. ¿Qué se dice de María en esos pasajes? ¿Cómo la “retratan”? ¿Cuáles son los rasgos de su carácter? ¿Cómo es su relación con los otros y con Dios? ¿Cómo vive la historia de su pueblo?
3. ¿Qué palabras pronunciadas por María te llaman más la atención y por qué? ¿Por qué son significativas para tu vida creyente? ¿Qué te dicen a ti hoy?
4. Como es el Hijo, así es la madre. Como es el Maestro, así su discípula. Contempla a María a la luz del sermón del monte (Mt 5-7), que es uno de los textos que mejor describen a Jesús. ¿Cómo habrá vivido María las bienaventuranzas,  y el abandono en la providencia, y el amor a los enemigos…? ¿Cómo habrá rezado el Padre nuestro?…
5. Contempla a María como mujer orante. Reza, con ella, el Magnificat (Lc 1,46-55) y cae en la cuenta de la imagen-experiencia de Dios que tiene María. ¿Cómo nombra a Dios? ¿Con qué verbos describe lo que hace Dios con ella y con su pueblo? ¿Qué ejemplos de vida concretos y actuales conoces en los que el Magnificat de María se ha hecho realidad?
6. Compara el cántico de María con el cántico de Ana (1 Sam 2,1-10).
7. Compón tus propias letanías para orar dirigiéndote a María, según la experiencia y la percepción que tienes de ella. Dile cosas que te salgan del corazón. María, mujer llena de Espíritu, ruega por nosotros; María, mujer de la escucha atenta y de la alabanza gozosa, ruega por nosotros…
8. Lectura recomendada: Javier Garrido, El camino de María, Sal Terrae 2007.

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(Publicado en la revista Cooperador Paulino. Comunicación social y pastoral).
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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bien Conchi, me agrada tu trabajo. Es estupendo y se agradece lo que estás haciendo. Es una suerte contar con personas como tú. La familia de San Pablo debe estar muy satisfecha de tu obra.

Conchi pddm dijo...

Simplemente, ¡gracias!
Muy amables tus palabras.