miércoles, 31 de octubre de 2007

Retazos de mí... contados por mi siamesa (Maravillosa aprendiz de escritora)

El escrito que sigue no es mío.
Pero lo siento como mío.
Me ha parecido hermoso... y genial. Por eso os lo ofrezco aquí, por si aún no conocéis su blog.
El limonero está en el patio de mi casa. Es un arbolito que pasaría desapercibido para cualquiera, menos para alguien que sabe mirar y que rescata, con sus ojos luminosos, el sentido profundo de un objeto, convirtiéndolo en sujeto para otros: sujeto cuya presencia enraizada en la historia de una familia alegra sus tardes al sol.
Toda una tarea: educar la mirada, al estilo de Dios, cuyos ojos son "diez mil veces más brillantes que el sol, que observan todos los caminos y penetran los rincones más ocultos" (cf. Ben Sirá 23,19)
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El limonero



Al abrigo de una pared de cal descansa el limonero. Sus frondosas ramas se vencen hacia el suelo. Ramas desbordadas de hojas, acorazadas de espinos, plagadas de limones verdes como los berros, otros iniciando su metamorfosis a verde amarillento luminoso, otros convertidos ya en óvalos relucientes amarillo limón, con olor a deshielo, paladar agridulce de ceño fruncido.

Es el único superviviente a la helada de un mes de Marzo de no recuerdo qué año, que congeló la savia del joven cerezo y lo despojó de todas sus hojas, y de todas sus flores, esas que se abrían inocentes a las caricias del sol de una recién estrenada primavera y estranguladas con alevosía por un manto de escarcha, al encontrarlas dormidas, confiadas al despuntar el día. Él, que más que cerezo de un humilde patio empedrado, resplandecía como si fuese del Jerte, engalanado de colores hasta el copete, presuntuoso y coqueto, ahora quebrado, roto, seco, muerto.

Hoy, su lugar lo ocupa otro nuevo cerezo, que el ama cubre con una fina tela cada noche, con mimo, para que no se congele su savia ante el repentino frío, para que no se sienta abandonado por ese que lo acaricia con hilos de seda a la luz del día. Para que no le invada el miedo en las noches sin luna. Para que las gotas de rocío no se conviertan en puñales de hielo. Para que dormite tranquilo.

Él, el limonero, también parecía muerto... se quedó sin hojas, desierto, descolorido, mudo... El mismo motosierra que cercenó el cerezo a ras de suelo, seccionó impunemente una de sus ramas primero, tal vez con la esperanza de encontrar lo que encontró: la vida por dentro... Resguardada, tímida, fría como la muerte, la savia resbaló por la herida, furtiva lágrima dejándose caer por la mejilla con la esperanza de ser vista. "Niña, mira, el limonero no está seco. Mejor lo podo entero, a ver qué pasa". Y sólo dejó el tronco y seis o siete puntas desnudas que salían de él, mirando al cielo... Y pasó la primavera, y pasó el verano, y pasó el otoño, y el invierno, y llegó otra nueva primavera, y en sus frágiles ramas afloraban las hojas, pero no las flores, como el vientre de mujer estéril, que se vierte mes a mes sin ninguna esperanza de retener el cálido mar donde germina la vida... El limonero no daba limones, daba hojas y más hojas, y ramas y más ramas plagadas de espinos. Ahora era meramente ornamental en ese humilde escenario: un inmenso patio meticulosamente empedrado por un padre y un hijo, piedra sobre piedra, día tras día, hasta completar el petreo mosaico color piedra, enmarcado entre cuatro paredes de cal y tejas.Un hijo de ojos verdes,
verdes como la albahaca,
verdes como el trigo verde
y el verde, verde limón.
El padre, entonces, quería cortarlo... el hijo ya no estaba... nunca supo del limonero, nunca supo que varias piedras, de las que él porteó, colocó, martilleó y fijó sobre ese suelo, fueron arrancadas para sembrar un pequeño limonero. Un limonero que ya no daba limones, sólo hojas y más hojas, espinos y más espinos. La madre se negaba a cortarlo. A ella -más indulgente- no le importaban los limones, le gustaba cómo quedaba su limonero en el patio, si no daba limones qué más daba; daba armonía, daba color... en una palabra: Belleza. "No, el limonero no se corta".

Y el limonero no se cortó.Sentada en una vieja butaca de mimbre, al abrigo de una pared de cal, en la tranquilidad de esta soleada tarde de domingo otoñal, observo detenidamente al limonero, cuyas ramas se mecen tímidamente al vaivén de la brisa, y en ellas docenas de limones, verdes como los berros, amarilloverdosos, verdeamarillentos, amarillos como soles, con olor a deshielo, con sabor a tequila, con sabor a sal, con sabor agridulce que te hace fruncir el ceño, con sabor a supervivencia, con sabor a victoria.

Sí, ahí está, el testigo de nuestras vidas, el testigo de mi patio. El limonero.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya sabes, compartimos órganos vitales... qué más da quién lo escriba de las dos, ¿verdad?
Gracias.

Anónimo dijo...

Sí, funcionamos en "brainstorming" compartido, como si fuera una sola voz. Aunque sigo diciendo que tu limonero es insuperable.
Gracias.

Anónimo dijo...

Muy buen post, estoy casi 100% de acuerdo contigo :)