lunes, 5 de noviembre de 2012

Sectarismo

Cuenta Carlo Carreto que un día su amigo Abdaraman, un niño musulmán de ocho años, lloraba sin consuelo porque Carlo no se hacía musulmán e iba a arder en el infierno eternamente, según le había dicho su maestro de la escuela coránica.
Carlo quedó conmocionado por este episodio. Meditando, sus recuerdos le llevaron a su pueblo natal, años atrás, cuando él también era niño y apedreó a un hombre que vendía libros por las calles de su lugar. Aquel hombre era protestante. Los libros, eran biblias. Y  los niños que le persiguieron y apedrearon, eran católicos. El párroco les felicitó después, por haber defendido con tanto celo su fe "católica".

Traigo esto aquí porque ayer sucedió un episodio que me hizo pensar... Cualquier ideología, cualquier credo, cualquier religión... son dañinas, falsas, inauténticas si hacen que miremos a las personas desde esos filtros que nos ciegan, sin com-pasión y sin fraternidad.

Hay muchos modos de ser intolerantes y fanáticos.
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Sectarismo

También es esta tarde Abdaraman quien me acompaña al eremitorio para la adoración: doscientos metros que recorremos juntos, cogidos de la mano y conversando sobre el tiempo.
¿Sabéis quién es Abdaraman? Es un muchachito musulmán de unos ocho años. Digo “de unos” porque aquí no existe la oficina del estado civil y nadie toma nota del nacimiento de un niño; por eso pocos conocen su edad con precisión.
Abdaraman no va a la escuela, aunque hay una más allá de Oued, frecuentada por los europeos y por algún “mosabit”, hijo de comerciantes del lugar. No va la escuela, porque su padre Aleck no le deja ir.
“Aleck -le pregunto-, ¿por qué no envías a tu hijo a la escuela?”
Aleck me mira profundamente y me dice:
“Hermano Carlos, no mando a mis hijos a la escuela porque se hacen malos. Mira a los niños que van a la escuela: no rezan, ya no obedecen y sólo se preocupan de vestir bien”.
Abdaraman está completamente desnudo; parece una hermosa estatuita de un color gris oscuro, resultado de infinitos cruces entre el África negra deportada como esclava y, aquí, el África blanca de las tribus del norte: árabes, bereberes y tuaregs.

Abdaraman es musulmán, ha sufrido la circuncisión, como todos los hijos de Ismael, y es de la estricta observancia. Su padre Aleck es un buen hombre, rico de fe y de hijos. Cuando llega el mes de Ramadam, ayuna desde la aurora hasta la puesta de sol, aunque continúa trabajando su campo a lo largo de la orilla del Oued de Tamanrasset. Aleck es verdaderamente religioso y todos los años recuerda el sacrificio de Abraham con la muerte de un carnero, y con tal ocasión compra un vestido claro de algodón a todos sus compañeros. Su confianza en Dios es total; y, aunque es muy pobre, no roba, sino vive de su trabajo, que consiste en excavar durante meses y meses en la arena del Oued un canal submarino llamado “seghia” y por otros medios cultivar su campito que tiene necesidad de agua al menos tres veces a la semana.
Una vez llegó la Legión Extranjera y acampó a lo largo de la “seghia” excavada en la arena y que lleva el agua al trigo de Aleck.
Naturalemente, el agua llegó a faltar y el trigo de Aleck empezó a secarse.
“Aleck -le digo-, si esto continúa así, tu trigo se seca. Vete a decir al capitán qu ella “seghia” es tuya y que ponga el campamento en otra parte”.
Aleck me respondió: “Allah es grande y proveerá a sus hijos”; y deja morir el trigo, mientras los legionarios lavan los camiones y se echan el agua encima para divertirse.

Abdaraman, pues, me acompaña esta tarde al eremitorio. El sol se ha puesto y el aire se ha vuelto fresco, propicio para pasear. Siempre tenemos muchas cosas que contarnos, porque realmente nos queremos bien. Todas las mañanas me lo encuentro delante de la celda esperando a que yo termine la meditación. Frecuentemente tomamos el té juntos; y él me dice que le gusta mucho el pan que yo hago. Abdaraman siempre tiene apetito, pero nunca me pide nada: soy yo quien debe adivinarlo.
Esta tarde está serio y a duras penas responde a mis preguntas. Comprendo que tiene algo importante que decirme y que no se atreve. Pero sé que no tardaré en saberlo, porque entre ambos no hay secretos.
-¿Qué tienes, Abdaraman, esta tarde? ¿Por qué no hablas?
Silencio.
-¿No has comido el cuscus?
Silencio.
-¿Te ha pegado tu padre?
Silencio.
-¿Se te ha escapado el “jenek” de la jaula?
Silencio.
-Pero habla, Abdaraman; abre el corazón a tu amigo, el hermano Carlos.
Abdaraman rompe a llorar y su cuerpo desnudo se contorsiona y contrae.
Es un espectáculo verlo llorar: lo hace con ganas, y las lágrimas, después de haber regado el rostro, continúan su marcha por el pecho y el vientre.
Ahora soy yo quien guarda silencio. Tengo que esperar que se aplaquen los elementos.
Le aprieto fuertemente la mano en señal de afecto.
-Entonces, Abdaraman, ¿qué es lo que te hace llorar?
-Hermano Carlos, lloro porque tú no te haces musulmán.
-Oh -exclamo-, ¿y por qué debo hacerme musulmán? Abdaraman, yo soy cristiano y creo en Jesús. Yo ruego, como tú, al Dios que creó el cielo y la tierra, y nuestras oraciones van al mismo Cielo, porque sólo hay un Dios. Y mi Dios es tu Dios. Es Él quien nos ha creado, nos alimenta y nos ama. Si cumples tu deber, si no robas, si no matas, si no dices mentiras, si sigues la voz de tu conciencia, irás al paraíso; y será el mismo paraíso que el mío, si también yo hago lo que Dios me manda. No llores ya.
-No, no -me grita Abdaraman-; si no te haces musulmán, irás al infierno, como todos los cristianos.
-¿Quién te ha dicho, Abdaraman, que si no me hago musulmán iré al infierno?
-Me ha dicho el Taleb que todos los cristianos van al infierno; y yo no quiero que tú vayas al infierno.
Hemos llegado al eremitorio y Abdaraman se detiene. Nunca ha ido adelante. Siempre se ha quedado a una decena de pasos de aquella construcción y ni por todo el oro del mundo entraría, como si allá dentro hubiera alguna cosa misteriosa y diabólica prohibida a los pequeños musulmanes.
El amor que me tiene, y es mucho, siempre ha chocado contra este muro que nos divide y que esta tarde toma un nombre tan tremendo: “infierno”.
Le digo: “No, Abdaraman; Dios es bueno y nos salvará  a los dos; y salvará a tu padre, y todos iremos al paraíso. No creas que por el solo hecho de que yo sea cristiano voy a ir al infierno, como yo no creo que tú irás allá porque eres musulmán. ¡Dios es tan bueno! Quizá no has entendido bien lo que quería decir el Taleb (el maestro de la escuela coránica); quizá te ha dicho que los malos cristianos irán al infierno. Estáte tranquilo; vete a casa a rezar tu oración, mientras yo rezaré la mía; y antes de terminar, di a Dios esto, como también se lo diré yo: 'Señor, haz que todos los hombres se salven'. Vete...” Y entro triste en el eremitorio, en esta pequeña construcción de barro, edificada por el mismo Carlos de Foucauld, que quiso que le llamaran el Pequeño Hermano universal y que murió asesinado, por ignorancia y por fanatismo, por los hijos de la misma tribu de Aleck y Abdaraman.
Pero ¡esta tarde será difícil orar! ¡Qué tumulto de pensamientos ha despertado en mí el pequeño amigo!
¡Pobre pequeño Abdaraman! También tú eres víctima del fanatismo, del celo intempestivo de los llamados “hombres de Dios”, de los religiosos que enviarían al infierno a la mitad del género humano, sólo porque “no son de los suyos”.

¡Qué doloroso es todo esto! ¿Cómo es posible que esto suceda? ¡Que el hilo de amor que me une a un hermano sea roto por el presunto “celo por Dios”! Que la religión, en vez de ser motivo de unión, se convierta en trinchera de muerte o, por lo menos, de odio inconfesado. Mejor es no tener esta religión que divide. ¡Mejor andar a tientas en la oscuridad que poseer una luz semejante!
Después de una hora de esfuerzos para recoger mi pobre alma ante el silencio de la Eucaristía, me di cuenta de que las lágrimas regaban mi “gandura” blanca. Ahora era yo quien lloraba. ¿Y sabéis por qué?
Haciendo el examen de conciencia para purificar mi alma y no la de Abdaraman del sectarismo, había vuelto a mi memoria una escena que se remontaba hasta mi infancia. Entonces tenía ocho años, precisamente ocho años, como Abdaraman. Vivía en una aldea, a la sombra de un campanario. No era muy religiosa la población, pero era cerrada y tradicionalista hasta el exceso.
Cierto día llegó un hombre a vender libros, yendo de casa en casa. No comprendía mucho, entonces, pero fue la primera vez que oí la palabra “Biblia”.
En la aldea se produjo una agitación extraña. Primero, en las mujeres, después en todos, unos por celo, otros por respeto humano.
Se oyeron en el aire los gritos histéricos de una mujer. Desde una ventana gritaba:
-Barbet, barbet. No tenemos necesidad de tu religión. Márchate de aquí.
La agitación alcanzó a los muchachos.
El hombre caminaba por medio de la calle, pálido. Llevaba los libros en una gran bolsa oscura, pesada.
Una mujer le tiró un libro que había recibido poco antes. El hombre se inclinó a recogerlo sin volverse. Una piedra arrojada por un muchacho le hirió en la espalda. Aceleró la marcha, seguido por algunos muchachos a cierta distancia. Todos tenían en sus manos una piedra. Entre aquellos muchachos estaba también yo.
Por la tarde, en la bendición eucarística del mes de mayo, el párroco nos alabó, porque habíamos defendido la trinchera de la parroquia.
Parece nada; pero a la distancia de cuarenta años, y particularmente esta tarde, aquella escena adquiere un valor y una gravedad enteramente nuevos.
Jamás me he confesado de haber tirado una piedra a un hombre indefenso y por ello, religioso. El episodio tuvo lugar en un mundo que aceptaba semejantes cosas, sin ver toda su maldad.

Pero, a distancia de medio siglo, las cosas han cambiado.
Hay en el aire algo nuevo. Un soplo de Espíritu anima todo el universo. Un mundo viejo muere y otro nace. Otra sensibilidad, otras exigencias, otras fuerzas. Estamos en la aurora de una época marcada por un gran deseo de amor y de paz entre los pueblos y entre los hombres.
La verdad y la caridad están en marcha de nuevo para encontrarse; y el respeto de la persona humana se ha convertido en estribillo, en el canto de todas las gentes.
Un sentido ecuménico desata los nudos más complicados; y un deseo de conocernos y de comprendernos supera con mucho la tentación de permanecer cerrados en la vieja ciudadela de nuestra presunta verdad.
El hombre, quizá por primera vez, sale al campo sin defensas y con la esperanza de encuentros fecundos.
La amistad está convirtiéndose en el camino normal de las relaciones humanas y las guerras religiosas quedan confinadas a la historia del pasado.
Abdaraman, mi pequeño y querido Abdaraman, no temas; seguiremos amándonos, nos encontraremos y... no sólo en el paraíso.


(Carlo Carreto, Cartas del desierto, Ediciones Paulinas, 1974)
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3 comentarios:

Yentl dijo...

Bueno, ¿Y qué sucedió? No nos tengas en ascuas.

Por cierto, yo no consigo ver lo del vídeo de la Biblia.

Shalom

Yentl dijo...

Se me olvidó. La Biblia aquella que es fiel al texto hebreo es la de ¿Canteras-Iglesias?

Gracias

Conchi pddm dijo...

La Biblia de traducción más literal, más pegada al texto hebreo (AT) y griego (NT) es la de Cantera, sí.
Cantera-Iglesias.
Francisco Cantera Burgos y Manuel Iglesias González. Está publicada en la BAC.

Y no voy a contar lo que sucedió :)
Sólo algo que me hizo pensar.

No sé por qué no puedes ver los videos. Si tu hermano tiene internet, prueba en su casa, a ver. Vamos, que pruebes fuera del trabajo. A lo mejor tu ordenador tiene un filtro para que no puedas verlo. Puede ser.
También puede ser que no tenga flash instalado...

Un beso.
Voy a hacer la comidita.
Shalom!